CEBOLLA
“Adentro de estas cebollas hay escondidos misterios”, eso decía el vendedor en medio del mercado, y cada vez era más la gente que se agolpaba para escucharlo.
-Misterios, enigmas, preguntas sin respuesta; todas esas se encuentran escondidas aquí.- dijo el mercader.
Según él, cada una de sus cebollas contenía dentro algo único e irrepetible.
-Piénsenlo bien, la cebolla común no sale de un árbol, no es un fruto, no tiene carozo, ni nace de una semilla, es una capa, adentro de otra capa, adentro de otra y así; y éstas tienen un misterio dentro-decía el marcader mientras exhibía una de ellas con la parsimonia de quien muestra una joya.
Cada vez eran más los curiosos que se acercaban a ver, algunos por aburrimiento, otros por genuino interés.
-La clave de desentrañar lo que está dentro es, y escúchenme gentileshombres y damas, ir sacando una a una las capas de la cebolla. Esto es lo más importante de todo. Se debe ir quitando una a una, evitando que se peguen entre si o que se rompan, porque sino se convierten automáticamente en comunes. Si lo hacen, dentro los espera una verdad única.-dijo el mercader.
-Si son tan mágicas, ¿porqué no se las queda todas?- preguntó un escéptico.
-Prefiero los placeres mundanos a las grandes preguntas de la vida. Hay un hermitaño que con una de éstas cebollas supo qué pasaba cuando lo imparable chocaba con lo inamovible; ahora vive en la montaña.
-Entonces habría que juntar a todos los que encontraron las respuestas y anotarlas, y hacerlas circular por todos lados.-dijo una joven hilandera.
-Lo que pasa jovencita, es que los misterios una vez desentrañados, no pueden transmitirse, quedan con el portador; siguen siendo enigmas para todos los demás. Son verdades de uno solo.
-Suena a engaño. Y usted, ¿cómo sabe que funcionan?.-preguntó un bibliotecario que hacía rato estaba interesado.
-Porque yo logré pelar una; y descubrí un secreto. Quizá el más práctico de todos. Cómo conseguir más cebollas de estas.-dijo el mercader.
Al público en general le costaba creer una historia tan disparatada, más viniendo de un mercader transhumante.
Pero a diferencia de lo que pensaban todos, el mercader no se fué al otro día; ni a la semana, ni al mes. Se quedaba allí en su puesto, ofreciendo sólo sus cebollas misteriosas. Algún curioso pasaba y ojeaba, pero nadie parecía comprarlas.
Luego de varios meses de esta situación, uno de los nobles de la ciudad picado por la curiosidad se acercó.
Éste le ofreció una décima parte del precio, el mercader se negó rotundamente. Su negativa despertó más interés y le ofreció la mitad; también se negó. Hasta que no le pagaron el precio completo no intentó vender ninguna.
Hay que aclarar que el precio de cada cebolla misteriosa, era equiparable con una casa, o una buena embarcación, o varias cabezas de ganado.
El noble se fue a su casa sosteniendo la verdura como si fuera un huevo de dragón. Al otro día volvió frustrado, y compró otra más. Así día tras día durante una semana.
Al octavo día se presentó con mirada de satisfacción en el puesto. Caminaba con el pecho henchido, y miraba con condesendencia a los demás, como quien sabe algo importante que los demás no.
La noticia corrió como pólvora. Pronto todos los nobles de la ciudad compraban las cebollas que por la oferta subieron de precio.
El mercader, para evitar las imitaciones creó un registro que puso en la fachada de su puesto con los propietarios legítimos de su producto, y cuántos había comprado cada uno.
En la alta sociedad era ya moneda corriente exhibirlas en las reuniones como símbolo de estatus. De tanto en tanto, alguno de los propietarios sacaba alguna de circulación, y se lo veía con los ojos llenos de orgullo caminar por la ciudad ufanándose del secreto que no podía compartir.
Se crearon comités de investigación para lograr pelar cebollas sin romperlas. Toda la ciudad giraba ya en torno a estas verduras. Si hasta los nobles de lugares lejanos venían a comprarlas.
El mercader no solo era inmensamente rico, sino que poseía ahora la parte alta de la ciudad y vivía en una mansión coronada con una esfigie dorada de su famoso producto. Pero sin falta todos los días volvía a su puesto a venderlas.
Un día un anciano de aspecto humilde le compró una. Había vendido todas sus pertenencias para hacerse con una sola de las cebollas.
El mercader que lejos estaba del asombro por el sacrificio que hacía la gente por estas se la vendió.
Unos meses después, el anciano volvió. Se acercó al mercader y lo saludó agradeciéndole la gran ayuda que le había dado. El mercader, que a esta altura ya no se conmovía por nada le dió la mano blanda.
El anciano haciendo caso omiso de la apatía del vendedor, llevó su carro enfrente. Sacó unos cajones cubiertos por trapos. Puso un cartel, y como cualquier otro vendedor empezó a pregonar su mercancía.
-¡Señoras y señores! Como muchos de ustedes yo también compré una de las cebollas del misterio que tengo aquí frente a mi puesto, y como algunos de ustedes al pelarla en el centro, encontré la respuesta a uno-dijo el viejo.
El mercader que estaba más curioso que aburrido, prestó atención.
-¡He aquí lo que descubrí!-dijo el anciano y en un movimiento tiró de los trapos, dejando a la vista dos cajones de limones.
Algunas personas se habían quedado mirando.
-¿Limones? Esos los consigo en cualquier puesto, ¡y mejores que éstos!-dijo una mujer y todos se rieron.
-No, estimada señora, no son limones comunes. Éstos tienen algo tan especial que si los prueba, no le va a alcanzar la vida para agradecérmelo.
-¿Y qué hacen? ¿Convierten el barro en oro? ¡Porque me vendría bien ser rico!-dijo un mendigo casi sin dientes, y las risas crecieron.
-¡A mi me basta con que convierta el agua en vino!-dijo otro y las risas se convirtieron en carcajadas.
El anciano sin perder la compostura, les hizo gesto para que se calmaran.
-No queridos compatriotas estos limones cuando se los come, aseguran la entrada al cielo.
El silencio cayó sobre la gente. Nadie hablaba, el mercader se acercó al otro puesto sin darse cuenta.
-El misterio que encontré en mi cebolla fué dónde encontrar estos limones que, en rigor a la verdad, limpian el alma.-dijo el anciano.
-¿Y cómo es eso?-preguntó alguien.
-El que coma uno de estos limones, su alma queda limpia de toda culpa y pecado. ¡Imagínense ustedes, poder empezar una nueva vida libres de los errores del pasado! ¡Librar el espíritu de ese peso que trajo aquél traspié; o asegurarle la vida enterna a un ser querido que esté cerca de la muerte. Sólo con comer un limón.
La gente lo miraba con la boca abierta como un pez fuera del agua.
-Hay una sola condición, hay que comerlo sin hacer ningún gesto de asco, es la única manera de que surta efecto la limpieza-dijo el viejo.
-¡Nos está engañando! ¡Es mentira lo que dice!-dijo alguien perdido en la multitud.
-Si dudan de mí, fíjense en la lista de compradores de cebollas del mercader, y verán que lo que digo es cierto.
Como una ola humana, varios se abalanzaron sobre el otro puesto y confirmaron lo que el anciano había dicho.
-Pero con lo que vale una cebolla, no alcanzan ni dos vidas para comprarse una.
-Yo no digo que sea fácil, pero piénsenlo bien, la bienaventuranza en la vida eterna. Y sólo a mitad de precio.
La gente se abalanzó, al menos aquellos que no fueron corriendo a sus casas a buscar dinero.
El mercader vió esta escena y levantó el puesto. Parecía que el adormecimiento que lo tenía prisionero se había ido. Cargó todo en su caballo y se fue del mercado.
Con un limón en el bolsillo.