DESIERTO
Un jardín de delicias y placeres que saciaban la vista, el hambre y el espíritu. El atardecer le daba un tono cobrizo a todo, el agua de la fuente estaba quieta, como un espejo que duplicaba en sí la maravilla. Y el silencio se mezclaba con los aromas de los árboles frutales, dándole al que ingresara una sensación de duermevela. Como entrar en un sueño, en otra realdiad. Así lo había querido siempre y así era.
La mesa era larga, casi tanto como la fuente, y toda de mármol. Una cornucopia digna de Afrodita que rebalsaba en exquisiteces. Al resguardo de las paredes que rodeaban el jardín, nada ni nadie podía ingresar si su voluntad así no lo deseaba. De eso se trataba todo al final, de ver su deseo cumplido. El Dios le había dado una bendición, una a la medida de sus anhelo.
Los sabios al principio le avisaron de la volatilidad del carácter divino, y de cómo ése carácter influía en todo lo que hacían y daban. Pero no le importó, le hablaban con la boca llena de envidia, los ojos ávidos de oro. No comprendían la verdadera extensión de su logro.
Tenía todo a sus pies, no le quedaban ya enemigos a vencer, o riquezas que poseer. Todo gracias al don que le fue investido.
Y el jardín era la gema que coronaba eso. Incontables personas dispuestas a cumplirle el más vil capricho. Nadie podría nunca superar su figura, la bendición se había encargado de eso.
Los vasallos recorrían enormes distancias pidiéndole la bendición, “Bendiga a mi cabra, por favor”- decían arrodillados. Querían que su imposición de manos divina los salvara.
Tomó una copa para brindar en silencio, y el vino se mancilló al alcanzar la perfección. Los dones de los dioses son ambiguos sí, igual que ellos, recordó.
Con la luna en alto vió como unas estatuas sin brillo lo miraban con ojos ciegos. Un desierto de la abundancia era ese jardín, pensó. Gritó pidiendo ayuda, y el eco rebotó en las estatuas quietas.
En medio de la desesperación entendió la diferencia entre tener lo que se quiere y lo que se necesita.
En un mundo inmóvil y perfecto, reodeado de oídos sordos, Midas volvió a gritar.