EL BRUMANTE

Ignacio Porto
6 min readOct 9, 2019

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Fueron casi tres años desde que se fué a estudiar a la ciudad. Dejó a su familia de recolectores y cazadores en el bosque donde vivían, para llegar a la Universidad. Pimhuee quería ser veterinario, y partió casi sin dolor al futuro dorado que lo esperaba en la urbe.

Resultó que lo que creyó su vocación no era tal, pronto dejó veterinaria y se dedicó a la botánica, una ciencia que tenía más que ver, él sentía, con su hogar y su familia. Aprendió muchísimo de los procesos internos de las plantas y sus cualidades. La planta corazón que forzaba el amor, o aquella que sumía en la catatonia. Había un propósito para todo, y una planta para cada propósito, eso era lo que más lo maravillaba. Saber, no solo intuir un conocimiento de su tribu, sino saber qué y cómo usar cada cosa. Pero al final el desarraigo ganó, y un día Pimhuee del bosque decidió abandonar la ciudad y volver a casa.

Eran seis días de marcha por el bosque, una vez que se dejaba atrás la última cabaña hospitalaria para llegar a la zona de su asentamiento. Fue instintivo, como si nunca hubiera abandonado el lugar, Pimhuee era parte misma del entorno; conocía cada camino, cada sendero oculto. Los animales no se asustaban al verlo pasar cerca, ya que Pemhuee podía caminar sobre un metro de hojas secas sin hacer ruido, así era la habilidad de su gente.

Lo primero fue el zumbar atronador, luego la hediondez de los cuerpos en descomposición. Como troncos caídos los cuerpos despedazados de sus vecinos estaban desperdigados. A medida que avanzaba los cadáveres crecían en número. No los reconoció por sus rostros, que ya estaban podridos, sino por sus ropas y amuletos, cuentas de vidrio y esas cosas.

Un mechón castaño estaba pegado a un cráneo, supo quien era. Había jugado con ella a las sombras, cuando chicos. Ese dedo cortado no podía ser otro que del Jefe de todos. Uno a uno los cuerpos recordaban a personas que el había conocido.

Algo como un rayo quería salir de su pecho, pero Pimhuee lo contuvo; sabía lo que venía y tenía que llegar hasta el final. Silencioso como una nube se movió, se acercó a la carpa que fue su hogar. Estaba casi igual, excepto por el símbolo pintado en la entrada, y el mástil nuevo que la sostenía. La rodeó rápido y lento a la vez, una forma que sólo los Chloquia conocían para no despertar la visión periférica de las presas. Unos veinte metros detrás los vió, su familia completa, desmenuzada con un odio frío y preciso. Parecía que con ellos, quien fuera, hubiera tenido un ensañamiento especial.

Cayó vencido, y dejó que ese trueno que tenía dentro saliera de puro dolor. Oyó varios pies pesados, corriendo hacia él. El instinto lo puso en marcha y lo sacó rápido de allí. No supo cuánto estuvo corriendo, pero cuando paró no reconocía esa parte del bosque. Se entregó al llanto y al dolor, dejó de pensar y fue puro sentimiento. Lo hizo hasta que ese desborde de pena lo dejó hueco.

Había huido de los asesinos de su familia, un cobarde de sangre fría que no les hizo frente. Se dijo cosas a sí mismo más duras que un martillo, se castigó por no ser valiente. Entre palabras de odio para consigo quedó dormido.

Lo despertó un viento frío, pudo ver por la luz que se filtraba de las altas copas de los árboles que el día estaba avanzado. Decidió resolver sus cuestiones básicas para no pensar en nada más. Buscó un buen lugar para construir un refugio, pequeño y discreto para no ser visto, luego un curso de agua potable. Cuando hubo terminado se dedicó a recoger bayas y cazar algún animal desprevenido para comer. Estuvo así, como una bestia herida, durante un tiempo que no quiso ni contar. Se entregó a los actos repetidos para no pensar en eso que estaba allá no tan lejos esperándolo. Esa verdad ineludible, que decidió pausar.

Una vez, mientras ponía una trampa simple para codornices, el viento entre las hojas le recordó la voz de su hermana menor. Eso hueco volvió a rebalsar. Se sumió en el dolor y el silencio, hasta convertirse casi en un animal. Recordar, aún las cosas más lejanas, como la cara de una vecina o un amigo de la infancia, era como tocar una herida en carne viva.

Era tal su dolor que ni fuerza tenía para morirse, tal su temor que no le permitía avanzar. Pero, tal como sabía su gente, el bosque proveía lo que se necesitaba y Pimhuee, no fue la excepción.

La trampa estaba puesta, el mapache se acercaba al cebo con cuidado. Pimhuee esperaba entre las ramas, comería por días. De pronto un movimiento casi imperceptible entre las hojas secas llamó su atención. Una culebra parda esperaba agazapada para atacar. Pimhuee la miró con respeto, el pequeño tamaño de ella, y el cuerpo fuerte y agresivo del mapache contrastaban. Era imposible que la serpiente pudiera con sus pequeños dientes y su cuerpo insuficiente, matar al mapache y comerlo.

Fue como un rayo cuando lo atacó. Mordida y envolver el cuerpo de la víctima, así eran las culebras, asifxiando la presa. Pero, contra lo que Pimhuee creía, el mapache cayó redondo luego de un terrible temblor. Veneno.

Aquella pequeña serpiente, no era una culebra parda, sino una víbora marrón. A veces pasaba que una culebra casi inofensiva se enterraba con el invierno a brumar, y si no moría de congelamiento por su sangre fría, en poquísimas ocaciones despertaba cambiada, ya no más una culebra, sino una venenosa víbora. Un depredador peligroso del bosque.

Pimhuee volvió al refugio, se miró el cuerpo escuálido y nervudo. Así, como estaba, no podría matar ni morirse. Su vida, así como la tenía, no podría darle una muerte digna. Que la naturaleza decidiera si se juntaría con su familia en las raíces de los árboles o cambiara su dolor por sangre ajena. Dejaría que la naturaleza eligiera por él, en qué se convertiría, culebra o víbora.

Buscó una rara planta que crecía lejos de los cursos de agua, a la sombra de lugares áridos y secos. Su apariencia no prometía lo que podía hacer. Los libros la denominaban arianthaenis erishulix. Su pueblo le decia la planta muerta.

Masticar sus ojas pero no los extraños frutos que daba, porducía un sopor, una especie de coma inducido que duraba semanas, y en ocaciones hasta meses. Pimhuee la buscó denodadamente, cuando las hubo encontrado las cortó con una piedra que supo afilar contra un árbol, no quería adormecerse los dedos con el jugo que chorreaba de ella.

Luego dispuso todo. Cavó un pozo largo como él y los suficientemente hondo como para entrar en él, se curbiría con barro y hojas. Vació su vejiga y sus intestinos. Hasta vomitó varias veces para dejar su estómago vacío de jugos gástricos. No sabía si sobreviviría, pero lo que feura que puedier atener dentro, podría pudrirse dentro de él.

Vacío y mareado se embarró y se tapó, se llenó la boca de la planta. Tenía un sabor amargo, tanto que secaba aún más los pocos humores que tenía. Unos pequeños filamentos, sólo visibles con la luz adecuada, le pinchaban las encías y la lengua.

Fué como una ola que lo adormeció, primero dejó de sentir los dientes, eso fue subiendo por su cráneo y le cegó los ojos, el pecho lejos de moverse frenético de miedo se ralentizó hasta dentenerse. Su último pensamiento fue de su familia. Pronto se uniría a ellos entre las raíces.

Despertó con dolor en el cuerpo entumecido, los ojos legañosos y los labios pegados. Estaba aterido de frío. El mundo era una bruma gris y luminosa, algo que no podía distinguir. No podía pararse, y se arrastró. Sintió las ramitas rasparle el cuerpo, el barro escurrírsele entre los dedos. ¿Era culebra o víbora? ¿seguría siendo una sombra en el bosque o empezaría su cacería?

Sintió la boca ácida, hubiera sonreído si hubiera podido pero no supo si tenía labios. Sin siquiera levantarse se internó en la foresta.

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Ignacio Porto
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Written by Ignacio Porto

Cuentacuentos. Guionista. Amante de las historietas.

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