EL CASCO
Ilus. Diego Paredes
Todo se lo debía a un casco. Tener los sesos dentro del cráneo, ganar esa primer batalla a orillas del río, y lo que vino después.
Cuando Herkon lo tenía puesto, los demás parecían moverse como debajo del agua. Una claridad lo invadía para pensar; ideas como relpámpagos le llegaban. Siempre la decisión justa en el momento adecuado. Pronto pasó de sargento a teniente, luego capitán; comandate y rey.
Nadie, ni siquiera el infame Par Labar que huyó cuando Herkon lo sitió en la Torre Roja, había podído vencerlo.
Lo que más disfrutaba Herkon de la guerra era la incertidumbre anterior; el miedo a la muerte, las heridas y el combate. El Casco se había zanjado completamente aquello.
Había ganado todo, sus rivales vencidos. No quedaba bajo el sol ninguna tierra que domar. Estaba en la cima de sus logros. Una saciedad como un adormecimiento lo tenía laxo en la bonanza.
Hasta que llegaron noticias de unos salteadores en el Inmenso Bosque. Usaban el estandarte de la Torre Roja. Par Labar había vuelto.
Un fuego ácido lo expulsó del trono. Ordenó por su caballo y unos pocos hombres más. Galoparon como si el tiempo y el mundo fuese a morir, hasta llegar a la linde del bosque que tenía una quietud espectral, contrastada por el río a su lado que discurría furioso. Los caballos estaban inquetos; sus hombres, no.
Dentro lo esperaba Par Labar con sus forajidos, y lo que el Inmenso Bosque pudiera conjurar. Herkon contemplaba todo con claridad aumentada: las brizas de pasto, los troncos ondulantes, la respiración agitada de las monturas.
Antes de seguir, tiró el casco al agua y sonrió.