ESKEROL
El entrenamiento mataría a los chicos; a los que no fueran los suficientemente fuertes, o determinados en sobrevivirlo. Comenzaba desde muy pequeños; los niños y niñas cuando tenían su octava helada eran llevados a las barracas. Allí vivirían por años entrenándose en las técnicas de combate, en las artes de la guerra; en la tradición de su nación Bak Asha.
Lejos había quedado la incierta época de la tribu; y el imperio ya no era más. Los Bak Asha vivían ahora en tiempos de paz, pero el entrenamiento era acaso más duro; y no todos vivían hasta terminarlo.
Una mañana mientras entrenaban sobre piedras en un suelo de tierra y polvo gastado de tanto usarse; el Keilan de la tribu, el sacerdote de la guerra, apareció. Los aspirantes a soldados sabían que tenían que seguir entrenando; que el veradero respeto iba más allá de los pequeños gestos.
-¡Soldados Bak Asha! ¡Tendrán enfrentamiento! -gritó el Keilan.
Todos se pusieron firmes. Se notaba la excitación en el aire; no sólo por poder competir en combate abierto entre compañeros y amigos sino porque en los enfrentamientos con un Keilan presente siempre tenían un gran momento: el Keilan decidía quién podría ser oficial, comandar tropas, llegado el caso manejar el ejército.
-¡Ebkho! ¡Alhy! -gritó el Keilan sin mirar a nadie. Dos jovencitos tomaron el centro del campo. El sacerdote de la guerra les tiró una maza de piedra al primero y un escudo de madera al segundo.
Ambos combatieron, desplegando todo lo que sabían e improvisando con el arma que les tocó en suerte. Ebkho manejaba el mazo con precisión y velocidad, pero Alhy era más cuidadoso, usando el escudo sólo para protegerse.
¡Blum! ¡blum! Sonaban los golpes del mazo en el escudo; Ebkho se había logrado acercar en dos rápidos trancos, Alhy resisitía recibiendo los golpes que no lograba evadir. Pasaron unos minutos de un golpe tras otro; cortado sólo por los ruidos del mazo.
Los cuerpos de los dos estaban bañados en transpiración. Se notaba que al del escudo le costaba mucho sostenerlo y moverse; mientras que el atacante hacía golpes cada vez más espaciados y profundos, lentos.
¡Blum! Sonó el golpe, Ebkho no pudo evitarlo e inspiró. Fue en ese segundo que Alhy le rompió la nariz y la boca de un golpe seco con el escudo. Había dado un sólo golpe, y fue suficiente. Mientras el otro chico caía sangrando al suelo, Alhy soltó el escudo y respiró con alivio. Entre los que miraban se oyó una risa como una imprecación, uno de los que veía con burla la derrota del que, parecía, tenía todo para ganar.
La piedra que voló hasta la cabeza del reidor dió un golpe seco. El Keilan, que la había lanzado habló.
-¿Te ríes porque perdió? ¿Porque combatió lo mejor que pudo e incluso fue vencido?- la voz del sacerdote de guerra denotaba una furia comprimida.
-Es que tenía el mejor arma, todo para ganar. -dijo con temor el infractor.
-¿Una mejor arma? ¡No sabía que en estas barracas había soldados tan idiotas! Las armas son instrumentos del guerrero, extensiones de nosotros mismos. No hay mejores o peores armas, hay mejores o peores soldados. Has avergonzado a tu oficial con tu estupidez. -en ese momento el superior a cargo de los chicos lo fulminó con la mirada al niño.
El Keilan tomó el centro de la escena y dijo:
-Un enemigo vencido puede rendirse, uno humillado no. Entregará las armas, y bajará la cabeza, pero como una planta que parece muerta en invierno, cuando llegue el sol volverá. Por eso hay que ser en extremo cortés cuando uno es la fuerza. El cielo no nos muestra siempre la tormenta, porque sabemos que puede ser un huracán.
Ganar es pasajero. Vencer, veraderamente vencer, es definitivo. Tu burla pudo fabricarte un enemigo. ¿Qué harás? -dijo el sacerdote mirando fijo al joven.
El muchachito tomó una vara y se acercó ante el caído. Mientras se acercaba se quedó desnudo ante todos, su cuerpo flaco y nervudo era igual al de todos los demás, moretones y resguños, heridas mal curadas, y el rigor del entrenamiento dando su fruto.
-Hermano, me rebajé y te ofendí por eso te pido perdón. Me has vencido sin combatir siendo mejor que yo. Con la vara te pido me ayudes a corregir mi error. -Le entregó la vara y la espalda.
-El deshonor es enfermedad para los Bak Asha. -dijo el Keilan.
-El deshonor es enfermedad para los Bak Asha. -repitieron todos.
-La enfermedad debilita al pueblo de Eskerol. -dijo el Keilan.
— La enfermedad debilita al pueblo de Eskerol. -repitieron todos. Mientras se escuchaban los golpes en el cuerpo del chico que, mudo, los recibía.
-Los débiles no son el pueblo de Eskerol.-dijo el Keilan.
-Los débiles no son el pueblo de Eskerol. -repitieron.
-¡No hay más armas que nosotros mismos! ¡Olko! ¡Ulana! Tienen enfrentamiento.-dijo el sacerdote y a Olko el muchacho le entregó un largo y macizo palo de metal, mientras que a Ulana la jovencita no le dió nada.
Olko tenía unas dieciseis heladas y era uno de los más grandes y fornidos candidatos a soldado. Se movía con gracia y seguridad y se notaba por como tomaba la vara que era un elemento familiar para él. Ulana en cambio era pequeña y flaca, con apenas once heladas su cuerpo todavía parecía el de un varón.
Olko hizo una estocada al pecho de la chica. Tan imprevisto fue que la dejó sin aliento. Antes de que pudiera rematarla, Ulana giró en el suelo poniéndose lejos del alcance de su rival. Olko no se apuró, tenía la fuerza y destreza para liquidarla en el próximo ataque.
Giró la vara en redondo barriendo cerca del piso, Ulana saltó hacia atrás. Olko levantó la vara y como quien asesta un mandoble golpeó hacia abajo donde antes había estado ella. Una nube de polvo se levantó del estrépito.
Cuando Olko levantó la vista para ver donde estaba su rival, no la encontró. Ulana se había metido entre sus compañeros, que la vieron pasar entre ellos corriendo y como un ratón, agacharse y desaparecer.
Olko buscaba con cautela, no quería salir del círculo de combate, sabía que su tamaño y su arma de poco servían si estaba impedido de moverse con libertad.
-¡Olko! ¡Mierda de gorozón! -la voz de Ulana se oyó de detrás. El joven giró y la vió. Rápido la encaró y arremetió. Ulana como el agua que cae se agachó y esquivó el golpe. Y en el mismo movimiento le lanzó tierra en los ojos.
El silencio era ahora una nube de calma que flotaba entre todos. La respiración agitada de Olko se oía mientras se frotaba la cara. Ulana tenía una piedra en la mano, la misma que el Keilan había usado para educar a su compañero.
Todos la vieron apuntar, si el golpe era certero podía ganar en un movimiento, pero no podía fallar. La piedra hizo un estrépito cuando golpeó el suelo. Olko como un rayo se lanzó allí. Mientras Ulana por detrás saltaba ahorcándolo. Fueron pocos segundos hasta que el grandote quedó inconciente.
-¿Dónde está el arma? -gritó el Keilan, todos miraban sorprendidos — A partir de mañana, Ulana, luego del entrenamiento del día aprenderás conmigo. -dijo el Keilan y se fue.
Al atardecer siguiente, Ulana fue a la caverna donde moraba el sacerdote de la guerra. Sintió un tenue olor picante en el aire, mezclado con humedad. Una lona en el piso y una viga que cruzaba el techo eran todo lo que había fuera de las piedras y el suelo El Keilan estaba sentado en una roca frente a una pintura en la pared de la cueva.
-Hola soldado. Veo que el entrenamiento común por hoy ha terminado.
-Sí Keilan. -dijo ella sin saber qué esperar.
-Quiero que veas conmigo la pintura de la piedra. -dijo el hombre.
La pintura estaba hecha en pocos trazos. Una figura humana miraba sin ver, una lanza de hojas estaba como sostenida por la figura sin manos, que además estaba cubierta con una especie de manto que no le dejaba ver los pies. El dibujo era simple, pero claro e irradiaba una especie de poder.
-Ésta es una de las tantas formas que tiene Eskerol. Es tan verdadera como las demás. Quiero que veas, que veas más allá de lo evidente lo que Eskerol dice. -habló el sacerdote.
Pasaron así unas horas, quietos los dos y mirando. Ulana no sabía bien qué buscar. Así que se decidió a dejar pasar el tiempo. Luego, cuando el Keilan quiso dió por terminado el encuentro.
Al día siguiente hicieron lo mismo. Ulana, aburrida, decidió repasar lo que había visto en el día. Una lagartija del desierto comiéndose una mosca, la transpiración cayendo en gotas del cuerpo de sus compañeros, una pequeña nube que tapaba por un rato el cielo. Luego de un tiempo, otra vez, el keilan terminó el encuentro.
Así pasaba las tardes Ulana, contemplando una figura quieta en una pared, recordando el día y su vida, soñando despierta. Pensaba en sus compañeros y sus debilidades y fortalezas. Ebkho era tenaz y fuerte y era raro que perdiera el ánimo, sabía de Oshunu un varón enorme que cuanto más se burlaba en la pelea más miedo tenía, y que su amiga Chaka era más peligrosa cuando sonreía. Los repasaba a todos con la mirada perdida en la pintura.
Una tarde al llegar el Keilan la esperaba parado. Al lado de él había un ampli cuenco para limpiarse los pies.
-Tienes el cuerpo débil, así no sirves. Te subirás a la viga con tus manos, hasta que yo lo diga. Si caes el ácido de la vasija que te quemará los pies. -Ulana empezó a impulsarse una y otra vez, hasta que la fuera le falló. Al caer el ardor le comió los pies.
Así pasaron días enteros, Ulana se subía sin parar hacia la viga hasta que lo pudo hacer sin caerse ni una vez. Luego el Keilan le dijo que lo hiciera con una mano y fue como volver a empezar. Caía y el ácido en la vasija la recibía con odio.
Por las mañanas despertaba con los brazos entumecidos, todo le costaba más, subir a los árboles, alzar una espada, tensar un arco. Los pies sufrían a cada paso, ero Ulana seguía igual, sabía que sólo sobrevivían quienes tuvieran determinación.
Un día, en el que Ulana estaba teniendo especial dificultad para asirse ya que le había atado una mano a la espalda el Keilan habló.
-¿Porqué Eskerol no tiene manos? -preguntó el hombre.
-Porque no hacen falta para blandir un arma.- dijo ella bufando por el esfuerzo.
-¿Porqué Eskerol no tiene ojos?
-Porque no son necesarios para ver.
-Exacto. Si continúas tu entrenamiento engrandecerás la gloria de tu pueblo. Si fortaleces tu espíritu quizá logres hacer la prueba para recibir el don. ¿Querrías el don, aún con el precio del castigo y deshonor?
-Yo me atrevo, no tengo miedo.- Dijo la muchacha.
-Eres valiente entonces –dijo el Keilan. La niña sonrió, a pesar del esfuerzo- La valentía o el temor están por detrás de nosotros. Esos sentimientos no son de un guerrero Bak Asha. Nosotros no tememos, no tenemos valor. Los Bak Asha nos entregamos al combate y a la guerra por entero.
Por eso no pueden vencernos, ni comprarnos. Porque más que vivos o muertos estamos entregados a los hechos.
-Como Eskerol.- dijo la nena, respirar le costaba cada vez más, pero una especie de concentración había llegado a su mente.
-Eskerol no se entrega a los hechos, es los hechos. Y nosotros, en ocaciones, somos su instrumento. Hay algo que no te dije y que no me has preguntado. Quienes encuentran la respuesta están un paso más cerca de recibir el don.
-¿Y porqué Eskerol no tiene pies?-preguntó Ulana, el sacerdote sonrió.
-Ese es el misterio.- El Keilan en ese momento le golpeó los dedos que la sostenían y ella cayó. Ulana gritó de dolor.
Al día siguiente Ulana fue. No mediaron palabras, cada uno sabía cual era su rol. La jovencita se dejó atar una mano y con la otra se asió de la viga y comenzó a subir y bajar.
Luego de un tiempo, cuando hubo entrado en calor, el Keilan le volvió a preguntar.
-¿Porqué Eskerol no tiene manos? -preguntó
-Porque no hacen falta para blandir un arma.- dijo ella respirando hondo.
-¿Porqué Eskerol no tiene ojos? -la tensión crecía en el aire.
-Porque no son necesarios para ver. -dijo Ulana
-¿Y porqué Eskerol no tiene pies?- preguntó el sacerdote. Ahora ella debía contestar.
Ulana se dejó caer. Antes de tocar el suelo abrió las piernas y cayó sin tocar la vasija, rápida como un ratón la tomó con la mano y le tió el ácido en la cara al sacerdote.
-Eskerol no tiene pies porque es inesperado. -dijo ella.