GUMBO

Ignacio Porto
16 min readSep 29, 2024

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Ilustración Andrés Fuschetto

El cartel en la puerta anunciaba, casi con desgano “Hoy jazz, no se cobra entrada”; “Jacko’s” tenía una fachada como cualquier otro bar de jazz de Saint Louis, una mezcla de bar y garito como la de tantos otros; la única diferencia radicaba en la música que allí se tocaba.

Todos los maestros del jazz, los exploradores del sonido, todos los que vivían respirando, pensando y viviendo jazz, tocaban o pretendían tocar ahí.

Ilustres desconocidos se suben al escenario y sin mediar palabra, ejecutan su Arte con prodigalidad, para luego bajarse, quizás recibiendo como única recompensa algún aplauso perdido.

Visto así parece poco lo que se obtiene, pero para jugar en las Grandes Ligas, tenías que haberte templado en ese escenario. Los maestros iban a tocar, a escuchar, y de tanto en tanto tomaban algún músico bajo su ala; o los exploradores de nuevos sonidos probaban, frente a ese exigente público, sus recientes descubrimientos. Si eras silenciosamente aprobado por la gente de Jacko’s, significaba que eras bueno de verdad.

Había reglas no escritas, como por ejemplo que las mesas se compartían con extraños si el bar estaba lleno, que en caso de una mala actuación, la señal para terminar de tocar no era dada por nada mas que el murmullo constante y creciente del público. Quizás la mejor de todas ellas fuera que dentro del bar eran todos iguales; no hay famosos ni desconocidos, no existen las celebridades, y eso que algunas del cine solían frecuentar el lugar. La única diferencia era la de aquellos que estaban sobre el escenario y los que no.

Bueno, también estaba Lennie.

Lennie era la única persona en el mundo entero que dentro de Jacko’s escapaba a esa diferenciación maniquea de músicos y públicos; ya que Lennie, un negro gigantesco y bonachón, era el dueño de Jacko’s.

¿Cómo un negro, especialmente un negro como Lennie, se había hecho dueño de un bar? Eso era un misterio, algunos decían que había comprado el lugar al dueño anterior, luego de una asombrosa noche de juego; otros sostenían que el francés que había sido el anterior propietario, se lo había legado a Lennie como agradecimiento por tantos años de leal servicio. Lo importante era que Lennie era el indiscutible dueño del bar.

Yo era un niño en ese entonces, trabajaba de mandadero en una farmacia y con la plata que ganaba ayudaba a que mi madre mantuviese la casa. Ella trabajaba en una casa de mucama y mis hermanos y yo crecimos como crecían todos los chicos negros de la época; entre el amor de una madre trabajadora y cuidándonos entre nosotros en la calle.

Iba siempre que podía a Jacko’s a ver jazz; Lennie me dejaba entrar porque me conocía de la farmacia y porque le parecía simpático que un chico de 11 años sintiera esa pasión por la música.

Cuando podía ir era para mi el momento más feliz; me acercaba a la puerta, saludaba a Lennie, y me escabullía a la puerta de atrás, el la abría y me decía “Dale Horace, antes de que te vea la gente”, yo me escabullía y me sentaba en algún rincón oscuro del salón, o a veces detrás de la barra cuando el lugar estaba repleto.

Iba dos o tres veces por semana; mamá me dejaba ir porque salía antes de la cena y le decía que Lennie me daba algo para zampar, cosa que no era cierta, pero no necesitaba comer cuando estaba allí, el jazz hacía que mis tripas dejaran de hacer ruido y no me importara nada mas.

Veía a todos esos músicos tocando, hablando entre ellos, haciendo chistes verdes o bebiendo, y era para mi como ver a escondidas a través de la cerradura a un mundo de cuento de hadas.

Nadie se metía conmigo, quizá porque era un niño ni siquiera digno de su atención, o porque Lennie en alguna ocasión había puesto sobreaviso a alguno de que no se metiera con “su sobrino”; igualmente yo trataba de pasar lo mas desapercibido posible, quería ser invisible para no pertubar la magia del lugar.

Era un deleite escuchar a Fat Charlie y su trío, a Winton “The Cricket” Saunders, o a Lobster Jhonson. Pero de todo ese panteón de personalidades, había un héroe que los superaba a todos; ese era Gumbo Jefferson. Mi ídolo; cada vez que lo veía era como ver a Hércules para los helenos; era el que todo lo podía, dueño de lo maravilloso; verlo tocar era una experiencia religiosa, mas que ir a misa.

Lo veneraba, trataba de copiarle sus frases y modismos, su forma de caminar, si había algo en el mundo que yo quería, era ser él.

De todos los talentos que asistían al bar, el mayor de todos era el de él, opacaba a todos con su trompeta. De nombre Ralph Jefferson, lo apodaron Gumbo por comer casi sin excepción esa comida de pobres.

Si para ser músico se necesita tener swing, esa mezcla entre ritmo melodía y misterio que tienen algunas personas, Gumbo ERA el swing, era la encarnación misma de la música, como si su alma fuera el jazz puro. Cuando tocaba con otros, se acomplaba perfectamente a lo que se estaba haciendo, aportando de a poco y convirtiendo lo regular en bueno y lo bello en extraordinario. Nadie entendía como era que sin importar la calidad de la pieza, Gumbo la convirtiese en algo fuera de lo común.

Pero lo que llamaba la atención de todos, mas que su talento sin igual, era que a pesar de ser magnífico, Gumbo jamás hubiera podido trinfuar en la música. Rara vez lo habían llamado para sumarse a alguna banda de algún famoso, pero esporádicamente y por poco tiempo.

Había compositores que entre tragos y risas, le pedían que les “arreglara” las partituras, y el generosamente lo hacía, mayormente mostrándole con su trompeta, ya que no leía música.

Músicos consagrados iban a verlo en Jacko’s para copiarle un fraseo, o algún secreto, y él, aún sabiéndolo, y cuando alguno le preguntaba que opinaba respecto de eso, esbozaba una sonrisa pícara y decía “ tengo mucho más de donde vino eso”.

Gumbo había logrado grabar; sin éxito, un long play años atrás, de título “Las estrellas son promesas esta noche”, unas canciones dulzonas que intentaban sumarse a la moda del jazz romántico para señoras.

Siempre creí que la falta de éxito era porque a esas canciones les faltaba el alma que el trompetista ponía en todo lo que tocaba. Después de ese intento fallido, no recibió mas ofertas importantes.

Una vez hablando con Lennie, le pregunté:

-¿Por qué no es famoso Gumbo?, ¿por qué no tiene una big band o toca en las radios?

-Es un misterio eso -contestó el-, quizá sea porque tiene la cara picada por la viruela, o porque como fracasó con su disco nadie quiere apostar mas por él. Pero te digo lo que pienso yo Horace; en el bar he visto una infinidad de tipos subirse y tocar, pero jamás vi a ninguno ni la mitad de bueno que Ralph.

Puede ser que lo empresarios no lo entiendan , o crean que lo que hace no se puede vender, o tal vez, tenga la maldición de los genios.

-¿Cuál es ésa? -Lennie me estaba abriendo los ojos al porqué de la miseria de mi héroe-.

-Que a los genios no se los comprende en su tiempo. De cualquier manera, mientras Gumbo quiera tocar en este lugar, lo va a seguir haciendo.

-¡Así es!, ¡hasta que todos se den cuenta!.

Pasaron unos años y comencé a trabajar por las noches de mozo en Jacko’s. Lennie había probado con chicas camareras, pero eso sucitó algunos inconvenientes, así que decidió que las mesas las sirviera un hombre, y como yo ya practicamente vivía allí, me dió el trabajo.

De día seguía trabajando en la farmacia, y en los ratos libres practicaba con una trompeta que compré ahorrando de a centavos.

En los últimos años Saint Louis había crecido muchísimo, convirtiéndose en un puerto importante, y sobre todo con el afluente de inmigrantes en las calles había blancos americanos haciéndose pasar por franceses, irlandeses tocando la gaita, negros bailando en las calles, o gitanos leyendo la fortuna; la ciudad era un mosaico variopinto de la diversidad.

Jacko’s, por su parte se había convertido en la referencia del jazz de la ciudad, del jazz de negros, claro. Los blancos habían incursionado y estaban intentando apropiárselo, sin éxito; estaban comenzado a tocarlo, convirtiéndolo en canciones melosas, dulzonas, sin swing. Y ésa era la clave, no tenían swing. Para los representantes de las diqueras era una moda, una oportunidad de hacer negocios; para sus músicos era una música hermosa que intentaban emular; mientras que para nosotros, los negros, los marginados, el jazz era una forma de vida.

Claro que los blancos hacían mucho mas dinero que los negros, principalmente porque los que tenían dinero eran blancos que querían escuchar música hecha por blancos, para blancos.

En las fiestas y conciertos tocaban todos blancos muy prolijitos, aunque a decir verdad, algunos de los nuestros habían comenzado a girar como segundos o terceros de alguna Big Band.

Eso era en las presentaciones con público, porque para las grabaciones, siempre buscaban músicos de los nuestros. Los empresarios no eran tontos, se habían apropiado, en cierta medida, de nuestros ritmos, pero había algo que no habían podido replicar, el swing.

Ese concepto de difícil explicación, pero que era fácil de percibir; o lo tenías, o no. Y Gumbo lo tenía en cantidades exhorbitantes. Lo habían empezado a llamar como sesionista y le estaba yendo mejor, pero por algún tipo de maldición gitana, continuaba en el anonimanto.

Seguían viniendo a verlo, tratando de copiarle cosas, a mi me parecían como rateros que se quedaban con unas monedas de un hombre rico.

Yo ya hablaba con Gumbo con familiaridad, y en ocasiones me daba consejos con la trompeta, lo que hacía que yo lo tuviera en el mas alto orden del corazón.

Sirviéndole un whisky luego de una presentación le dije:

- Acá tenés Gumbo, cortesía de la casa. -le dije mientras le alcanzaba el vaso-. Ahí están mas de los que te vienen a copiar, ¿no te molesta?.

-Gracias Horace. La verdad que no, que me copien todo lo que quieran, yo tengo mas y mas, ellos se quedan sólo con un pedacito muy chico de lo mío.

- Pero… ¡hacen como que son suyos tus cosas! — para mi era como que le estuvieran robando de los propios bolsillos-.

-Jajajaja (Gumbo nunca perdía su aire afable), note enojes así, si ni siquiera yo lo hago; dejalos que hagan lo que quieran, que me imiten, a mi no me molesta, ¿sabés por qué?.

Me quedé un segundo, intuí que la explicación a uno de los misterios me estaba por ser revelada ahí mismo.

-Porque no pueden robar lo que no pueden poseer, ¿no te diste cuenta que mis melodías, cuando las tocan otros suenan distinto?, les falta fuerza, profundidad.

Y era cierto, la pura verdad, las cosas que le intentaban copiar a Gumbo, sólo sonaban bien cuando las tocaba Gumbo.

-No tiene swing muchacho -y de un trago liquidó el vaso- y aquellos que lo tienen, saben, muy en el fondo, que ésa no es su música, que es de otro. La música de Gumbo sólo puede tocarla Gumbo. -me plameó el hombro y me dijo- Traeme otro de éstos.

Ahí tenía la confirmación de mis suposiciones, nadie podría robarle a Gumbo, por eso no le importaba, porque nadie tenía eso dentro, era propiedad única e inalienable de él.

De tanto en tanto llevaba mi trompeta y él me corregía cosas; siempre en el bar; nunca veía a Gumbo fuera de Jacko’s, como si fuera un fantasma condenado a habitar un solo lugar, como si no pudiese existir fuera de él.

Así era mi vida, asi fue pasando el tiempo; hasta que un día sucedió algo inesperado.

Un negro muy bien vestido entró acompañado de un blanco; si bien de tanto en tanto entraba algún blanco al bar, se notaba que eran músicos ya que venían con ropa humilde de calle; sin embargo este blanco tenía una rectitud anormal en su andar, mas que músico, parecía contador o abogado.

-¿Por qué venís acá?, ¿no te das cuenta que ponés en juego tu prestigio? -decía el contadorcito nervioso.

- Quedate tranquilo; crecí acá, es como mi casa -dijo el negro muy desenfadadamente-.

Ilustración Andrés Fuschetto

El negro era Chester Goodman, a quien la disquera había bautizado Chaz “The Jazz” Goodman; y él, sin ningún tipo de humildad que le pesara en los hombros, había aceptado gustoso el apodo.

Chester, como lo conocíamos nosotros, era un trompetista aplicado y timorato que en varias oportunidades se había presentado en el bar, con malos resultados.

Pero el tiempo pasó y se convirtió en Chaz “The Jazz”, el primer negro en liderar una Big Band de éxito con el público adinerado; en hacer discos con amorosas melodías azucaradas que las amas de casa amaban comprar y en participar en dos películas como el segundo de la estrella infantil de turno.

Chester representaba todo lo que no éramos, o mejor dicho, todo lo que intentábamos no ser.

Si bien todos los músicos debían tocar para vivir, había en Chester uns sumisión callada y manifiesta, una aceptación de su condición de inferior, que generaba rechazo. Nuestros músicos, luego de tocar el jazz diluido para los señores acaudalados, venían aquí a tocar lo que les dictaba su interior, a sacarse las ganas, a reivinidcarse. Chester no; para él el jazz era una forma de ganarse la vida; no una forma de vivir. Había llegado lejos, es cierto, pero había agachado la cabeza ante un amo que jamás lo aceptaría como un par.

Era un saltimbanqui que los entretenía con su trompeta y sus morisquetas, con su saco blanco y sus dientes perlados.

-Una ronda de lo que quieran para los músicos del escenario, invito yo -dijo cómodamente-, y un martini para mí y mi amigo el señor Fischer.

¡Hola Lennie, tanto tiempo!, veo que mantuviste el lugar, eso es bueno.

-Hola Chester ¿cómo estás?, se ve que bastante bien. Sabés que acá no servimos martinis.

-¡Es cierto!, ¡como pude olvidarlo! -dijo haciento un mohín entre la pena y la desilusión- es que hace bastante que no venía, traeme un scotch y otro para mi amigo.

¡Pero miren quién trabaja ahora acá!, ¡el pequeño Horace!, ¡sí que creciste chico! Recuerdo cuando entrabas a escondidas y nos veías tocar a todos. Tomá esto es para tí -y me dió un dólar de propina.

Ese dólar consituía en si mismo una pequeña fortuna, primero porque era lo que ganaba en dos noches en el bar, y segundo porque nadie daba propinas en éste.

-Gracias Chester, pero no puedo aceptarlo -sentía que aceptando ese dinero estaba traicionando lo que yo entendía que era la forma de vivir-.

-Ah…Chester…, si… ahora me dicen de otro modo, pero los viejos amigos me pueden seguir llamando así. Vamos, aceptalo, ¿de qué me sirve el dinero si no puedo consentir a mis amiguitos?.

-¡Mirá que ahora toca la trompeta! -un borracho metido lo había gritado-

-¿La trompeta, en serio?, bueno un día si querés podés audicionar para tocar en mi banda, ¡te gustaría eso!, ¿eh?.

El desprecio que sentía por ese tipo bullía como bronce fundido; era fatal, su arrogancia, su altanería, su saco blanco y sus dientes perlados, todo en él me generaba rechazo.

-¡Mirá que está tomando clases con Gumbo! -ese borracho merecía sufrir un castigo bíblico-

-¿De Gumbo?, ¿en serio? -lo dijo con la expresión de quien se mancha la camisa justo antes de entrar a la iglesia-.

-Yo no lo llamaría clases, mas bien charlamos y le digo lo que me parece -Gumbo había aparecido de la nada, salvándome de esa humillación sádica a la que me estaban sometiendo-.

Vamos Horace, aceptale el dólar, tu mamá lo necesita y a él se le caen de los bolsillos.

-¡Gumbo, Gumbo, Gumbo! ¡mi viejo amigo Gumbo! -cada vez que pronunciaba su nombre sonaba como si estuviese contando el remate de un chiste-. Tanto tiempo sin vernos ¡eh!, tengo que venir más seguido, la verdad que entre una cosa y otra el tiempo pasa y uno ya no se ve tanto con los amigos.

-Será que estuviste ocupado -dijo Gumbo mientras volvía a su lugar-.

-Ocupado… ¡es poco!, me está yendo muy bien ¿sabías?, ¡soy el músico de jazz mas prestigioso y mejor pago de la ciudad!.

-Mejor pago, si…, bueno me voy a preparar que en un rato toco.

-Pensar que este tipo era mi héroe -le dijo al cada vez más nervioso y traspirado contador- era como mi maestro, yo quería ser él.¿Quién hubiera dicho que el alumno superaría al maestro ¿eh Gumbo?.

-Jajaja, me alegro que tengas tan buen humor Chester -Gumbo pronunció su nombre como un insulto, el aire comenzaba a cargarse de una energía estática, cada vez mas palpable-; porque siempre serás Chester aquí, el tímido que no podía tocar jazz ni aunque la vida le fuera en ello. Nunca tuve alumnos Chester -cada vez que Gumbo pronunciaba ese nombre lo hacía con la contundencia de quien martilla un clavo en una cruz-, así que eso no; y lo otro… tampoco. Adiós.

Esa úlima frase de Gumbo había corporizado todo el desprecio que un hombre como él podía tener; había hecho carne aquello que los dos, que todos, sabíamos pero nadie decía.

Chester era buen músico, de eso no había dudas, pero no tenía swing, y en más de una oportunidad se habían burlado de él por eso. Decir que un músico de jazz no tiene swing, es como decirle a un corredor que no es veloz; tiene piernas pero no puede correr; era negarle aquello que era la condición intrínseca del jazz. Él lo sabía, y lo corroía por dentro.

Es cierto que varias veces había tocado en Jacko’s sin éxito, no era ni el primero ni el último en fallar en el bar; la diferencia radicaba en que los otros que habían fallado; o bien habían desaparecido del mapa musical, o bien habían obtenido alguna que otra pequeña victoria, como grabar algún simple, o tocar en una Big Band; o principalmente si era el caso, el respeto de sus compañeros.

Lo que hacía que la frase de Gumbo fuera un insulto era que, aún con todos sus logros, con todo su éxito, con todo su dinero; Chester jamás había recibido el reconocimiento de sus pares; si bien no le importaba no tocar en los bailes de negros, eso también era constante recordatorio de que “no sos uno de nosotros”. Nunca ningún músico negro, ni de los que frecuentaban el bar ni ningún otro, le había hecho un halago de ningún tipo.

Gumbo volvió a su lugar, apuró el vaso y se empezó a preparar para subir al escenario.

Cuando la banda estuvo casi lista, Chester, con una sonrisa de serpiente, le gritó desde su mesa:

-¡Eh, Gumbo!, ¿me concederías el honor de tocar ahora con vos?, quizás este discípulo tenga una o dos cosas que enseñarle a su antiguo maestro.

De las innumerables reglas que regían en el bar existía también la de nunca pedir a viva voz tocar con un músico en particular, por otra parte tampoco se podía decir que no a tal pedido. Eran reglas contradictorias, pero era un bar de jazz no la corte de justicia.

Todo el cuerpo de Gumbo destilaba odio, sin embargo aceptó el desafío.

-Como quieras, Chester.

La banda empezó a tocar; ninguno de los dos se apresuró, se tomaron su tiempo, luego en unos compases inició Gumbo.

Comenzó suavemente, como un arroyo de agua fresca y luego fue creciendo hasta convertirse en el torrente de un río caudaloso; Gumbo tocaba con la mirada fija en un punto desconocido, mientras de su trompeta manaba música como de una fuente; el instrumento emitía melodías que eran como una noche en el circo, como una reunión de amigos, era una sensación del abrazo de una madre al hijo; el olor del pasto cortado en el verano, era el caramelo que te daban los domingos, era abrir un regalo de navidad, era el beso de una chica, era como jugo de fruta cuando se tiene sed.

Gumbo evocaba sensasiones, recuerdo íntimos, era todo lo bello y hermoso que Dios hizo en el mundo.

Llegó el turno de Chester, y sin titubear se metió en la música inmediatamente.

Era frío y prolijo como un cirujano, con notas cortantes que dejaban fuera lo que no servía a la canción, y lo que quedaba era justo lo que tenía que quedar; era algo parecido a las carreras de autos, a ganar a los dados, era ropa nueva un sabado de baile, era la sonrisa del triunfo.

Chester construía sueños, anhelos secretos, era todas las cosas que uno deseaba en la vida; su música era la promesa de algo mejor.

Gumbo arremetió con una melodía aceitosa, pegajosa, densa como la melaza, que se te pegaba en los huesos. Gumbo, cuando quería, hacia bailar a los muertos.

Cuando Chester se zambulló nuevamente, tocaba algo electrizante como un rayo, recto y curvo a la vez, desafiaba a las leyes del universo mismo, mientras te dejaba hipnotizado.

Por momentos, verlos tocar era como ver a un toro y un torero que constantemente intercambiaban roles, se convertían en boxeadores que peleaban por el título de Dempsey, bailarinas, aves en el cielo, dragones que escupían fuego, eran el mar y el firmamento.

El tiempo pasaba y yo no podía creer lo que estaba escuchando. Me sentía como una gota de lluvia en la tormenta.

Lo que estaban haciendo era algo más que música, era algo… un intangible, inasible, era el pasado y el futuro, la promesa y la realización; eran todas las historias juntas.

Chester, en los años que se había ausentado, se había convertido en un músico formidable, con una precisión fría como la escarcha, con notas limpias y melodías pulcras, era sorprendente verlo tocar; igualmente había algo, algo pequeñísimo que faltaba, como si lo que tocara fuera una sombra de una forma que carece de volumen, era un detalle, pero estaba ahí.

Gumbo, por otra parte, tenía la abundancia que solo se veía disminuida por su falta de instrucción formal.

Y, súbitamente, luego de lo que fuera mas de una hora, la música cesó.

Todos los músicos chorreaban sudor y jadaeaban, aún el baterista y contrabajistas estaban así.

El resto de nosotros estábamos en un mutismo casi religioso, entre el asombro y la incredulidad. Nadie dijo nada, el silencio cubrió todo como un manto.

Chester saltó al piso, recogió su abrigo y sin mediar palabra se fue del local. Gumbo recogió sus cosas en silencio y se retiró sin hablar con nadie.

Chester nunca más volvió al bar, continuó haciendo discos exitosos y filmando de tanto en tanto alguna película.

Gumbo regresó luego de unas semanas y continuó dándome consejos en el arte de la trompeta; pero jamás volvió a hablar de esa noche.

El tiempo pasó y me enlisté en el ejército; pero nunca dejé de practicar. En minutos voy a tocar por primera vez en un bar de New York, la verdad que estoy un poco nervioso.

-¿Cómo te anuncio al público?-me pregunta el presentador-

-Decime Jacko.

Ilustración Andrés Fuschetto

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Ignacio Porto
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Written by Ignacio Porto

Cuentacuentos. Guionista. Amante de las historietas.

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