LA ISLA AFORTUNADA
Sucedió antes de la mañana, cuando el cielo se desperezaba previo a convertise en sol, que a lo lejos las vió: las Islas Afortunadas. Había recorrido muchas veces el mundo buscándolas, por mucho más que una vida.
La travesía había empezado tanto tiempo atrás, que parecía algo heredado. Sin embargo su ilusión fue lo que la impulsó. Arai recorrió desiertos de vidrio, mares de ónice y cielos ajenos buscándolas.
A medida que su camino avanzaba iba recolectando historias sobre ellas: que estaban hechas sólo de magia, que quienes habitaban allí jamás conocerían la enfermedad, que de sus ríos brotaba maná, y sus árboles frutales daban algo parecido a la felicidad. Un lugar donde faunos y ninfas hacían una música del azar recibiendo el día y el atardecer por igual. Se decía que estaban más allá de las colinas azules, más allá aún de la Torre del Mar.
Arai, que en más de una ocasión perdió el ánimo, pagó con todo lo que era para encontrar la senda correcta. El viaje, como cualquier viaje que valiera la pena ser tomado, la había cambiado hasta convertirla en otra. Alguien que era un género entero en sí mismo, habitada por piedras y plantas, por lluvias y vientos cálidos.
Escapó a mantícoras y sirenas y hasta se enamoró de un rey arlequín, pero por más que quisiera quedarse quieta, por más amor y joyas y promesas, por más paz que tuviera; algo profundo y propio le hacía picar las suelas. Y siempre, más tarde o más temprano, Arai con dolor en el pecho o alegría en el corazón, partía buscando lo único que valía la pena buscar.
Sin embargo ahí estaban. Con manos de cuero y piernas de madera, estaba allí. Sus ojos, ahora de tornasol, las veían flotar quietas. Una especie de aúra melódica sonaba en el lugar, como una danza quieta.
Lloró de emoción, aquello que pensó nunca pasaría sucedió. El horizonte que se alejaba cada vez más lejos, había llegado. Respiró hondo y las contempló en un silencio interno. Pasaron días y Arai sentía el picor en el aire de las cosas maravillosas, la electricidad de las promesas. Se subió a una colina para mirarlas más de cerca.
Pensó en recorrerlas, vaya que si sabía cómo volar sin alas. Pero no quiso subir. ¿Qué podría encontar más perfecto que su propia ilusión? Ni faunos alegres, ni unicornios sabios y mansos podrían jamás darle respuestas.
Cumplió con aquella joven Arai que había sido. Entendió, como sólo entiende quien ha realizado un sueño, el peso del objetivo logrado. Y con dolor lloró.
El cielo atardecía y las ninfas cantaban alegres en algún estanque allá arriba. Pero nada la esperaba allí para ella. Para Arai, la otra, la que había sido sí. La que no sabía nada de caminos, ni del amor riente de los arelquines, para esa las islas afortunadas estaban llenas de buenas sorpresas.
Se despidió con el sol todavía en el cielo y volvió en sus pasos a un nuevo camino. Quizá la próxima maravilla a encontrar no fuera tan solo un lugar.