LA MALDICIÓN
A Su Majestad.
Gobernante de las Llanuras de Alabastro, los Campos Blancos, y protector de los Pueblos del Sur.
“Me dirijo a Usted en virtud de la empresa acometida por éste humilde militar y su escuadrón en lo tocante a la misión que se nos encomendara el pasado Mazerbel.
Antes de comenzar a relatar los hechos y cómo éstos sucedieron, pido se me excuse y disculpe con el lenguaje de un soldado llano, ya que no estoy acostumbrado a éste tipo de cartas; pero espero que la importancia de ésta valga más que las formas necesarias para dirigirme a alguien de Su Ilustre Presencia.
La situación, como Su Excelencia bien sabrá, se había vuelto insostenible. Una especie de maldición hacía sufrir de manera antinatural a la Ciudad Real y Sus Majestades. De la noche a la mañana una persona sana podía pasar a sufrir un intenso dolor en el cuerpo, alucinaciones terroríficas y presa del pánico. Desde afuera de la ciudad se podían oír los gritos del sufrimiento de los malditos. Y Sus Majestades sufrían lo peor, algo que por decencia no mencionaré jamás.
Los sanadores primero, luego los brujos y por último los hechiceros habían resultado inútiles en resolverlo. Y por el Decreto Dorado no se permitían magos en el reino; si es que alguno hubiese querido aparecerse; algo que, como todos sabemos, no pasó. Quedaba una sola opción: Las hadas del Bosque de Thyrbwalah, gobernado por la reina Syldyhl.
De la relación del reino con las hadas y su temperamento no voy a decir nada que no se sepa. De lo que Syldyhl es capaz de hacer, tampoco. Pero era la última opción, y el Visir que gobernaba de manera interina extramuros nos dió una sola orden cuando nos mandó a buscar la solución: “Pónganle fin al sufrimiento maldito de los reyes y la ciudad.” fue lo que nos dijo.
Se eligió a nuestro escuadrón por lo que hicimos durante el sitio de Bernakar, y la recuperación del Cuenco de Plata de las manos de Torlumar la Grisácea. Nos preparamos para la misión según las indicaciones recibidas: no llevar armas de hierro o acero porque lastiman y ofenden a las hadas; en su caso teníamos unas hachas de piedra; tampoco podíamos llevar cota de malla. Básicamente, según nos informó el Bibliotecario Real que nos preparó, el único metal que podíamos llevar con nosotros que no ofendiera al Pueblo Libre era oro, y no por su valor, sino por alguna razón desconocida para los hombres.
Durante dos días nos prepararon en protocolo y etiqueta del Pueblo Libre. Ni mis compañeros ni yo entendíamos como siendo soldados debíamos aprender este tipo de cosas; pero el Bibliotecario insistió que las hadas eran muy dadas a las formalidades, a la ofensa por su incumplimiento y a los castigos posteriores. Así que durante días estuvimos practicando reverencias y títulos.
Dado la falta de resultados es que se envió con el escuadrón táctico a un embajador: Perlin, un joven diplomático quien hablaría en nombre del reino por la ayuda y, llegado el caso, negociaría los términos de la misma. Llevamos con nosotros cosas brillantes, vinos dulces, lingotes de oro, cascabeles y hasta un laúd; como regalos para ablandar a la Reina Syldyhl antes de hacerle el pedido.
Partimos al atardecer, el escuadrón de cuatro soldados y el negociador, la idea era llegar al objetivo cuanto antes; acortar los tres días de viaje hasta allí ya que el regreso sería más largo, y no sabíamos cuánto tardaríamos hasta tener audiencia con la Reina de las Hadas.
El viaje de ida fue sin complicaciones, con las capas de monte y sin ninguna espada o escudo del ejército, parecíamos más unos mercenarios o aventureros que soldados de la Guardia Real; por lo que nadie se nos acercó.
Llegamos a las lindes del bosque la mañana del tercer día, habíamos tardado menos gracias a que casi no paramos a descansar. Visto desde afuera, el Bosque de Thyrbwalah parece ordinario, pero si se presta atención, tal como nos remarcó el cabo Urligne, no había aves, animales o insectos cerca del lugar, y un silencio que ni el viento podía cortar lo rodeaba.
Procedimos, tal como nos instruyeron, a liberar de las sillas y las bridas a los caballos y darles libertad. El pueblo de las hadas no ve con buenos ojos que los humanos dominemos animales y, menos aún, que entremos con ellos en su territorio. A partir de allí sería todo a pie, incluida la vuelta.
El ingreso fue normal, una vez dentro se notaba un aire perfumado y dulce que a todos nos levantó el ánimo; aún sabiendo del peligro de nuestra situación. La luz del sol se filtraba de la copa de los árboles, sin embargo había una especie de luminosidad que parecía venir de las plantas mismas, algo que con mis pobres palabras no puedo llegar a explicar.
Sabíamos que todo tipo de truco y hechicería era moneda común entre el Pueblo Libre, y que las bromas y jugarretas violentas eran su preferidas. Una de las más conocidas era la pérdida del sentido del tiempo, muy común es que las víctimas hechizadas salten a bailar en el corro de las hadas y cuando paran se dan cuenta que han pasado años. Es por ello que, si tengo que decir lo que creímos haber vivido cuando estuvimos allí, fueron menos de cuatro días.
Avanzamos conforme lo que nos dijeron que creían que era el mapa del bosque ya que nadie sabía con certeza la ubicación de las cosas. En el anexo encontrará un mapa hecho por el Maestro Cartógrafo de lo que le relaté del lugar.
Al no haber caminos avanzamos siguiendo un riacho. Mientras la luz del sol caía unas luces flotantes invadían el lugar. En la primer noche armamos campamento a varios metros del curso de agua, lo suficientemente cerca para no perderlo de vista, pero no tanto como para no detectar si algo venía de allí. Tal como nos dijeron pusimos un tocado de flores azules y blancas en la puerta de la carpa, signo según nos dijo el Biblotecario, del llamado a parlamentar a las hadas.
Esa noche oímos risas y música de harpas y flautas, voces que parecían el zumbar de insectos o el correr del agua se burlaban de nosotros pero, con la excepción del eventual sacudón de la carpa y las carcajadas que le seguían no fuimos molestados.
A la mañana del siguiente nos dispusimos a comer nuestras viandas y tomar de nuestros odres de agua, conforme la directiva del Biblotecario Real de jamás probar alimento ni bebida del Pueblo Libre, ya que siempre implica caer en su hechizo. Nos desesperamos al ver que toda la comida había desaparecido, y nuestros odres de agua habían sido pinchados; aún cuando dormimos abrazados a ellos dentro de la tienda. Nos dispusimos a la marcha forazada ya que, dada la falta de alimento, no sabíamos de cuánto tiempo contábamos hasta y si teníamos la entrevista con la reina Syldyhl.
En el río veíamos figuras de mujeres hermosas que nos invitaban a bañarnos con ellas, oíamos sus cantos acuosos de amor. Sus pelos largos y brillosos igual que sus cuerpos, se movían con sensualidad. Fue en ese momento que perdimos al soldado raso Benifert con una de ellas. Saltó al río gritando su afecto y no lo vimos más, sólo oímos su risa y unos ruidos que podían entenderse de varias maneras. Ninguno se atrevió ni tampoco di la orden de ir a buscarlo. Sabíamos cuál era nuestra misión y el riesgo que tenía.
El día continuó con sombras que se movían entre los árboles y el canto de los pájaros. La noche sí fue peor que la anterior, colgamos el tocado de flores otra vez en señal de paz y diálogo, pero en el momento que lo pusimos en la entrada de la tienda, éste se deshojó. Nadie durmió esa noche, todos estábamos vigilantes de lo que podía pasarnos. No encendimos el fuego porque sabíamos lo que nos costaría, así que nos iluminaba una tenue luz que parecía no venir de ningún lugar.
El hambre y el cansancio nos ahorcaban, pero la tercer mañana retomamos el avance. Perlin, el diplomático era quien peor lo llevaba, nervioso por el peligro constante y la falta de sueño; estallaba en sollozos pero pronto recuperaba la compostura diciéndose que él era “el embajador”.
Es imposible precisar en qué momento del día nos encontrábamos ya que el cielo estaba siempre cubierto por las ramas de los árboles. Pero sé con certeza que fue temprano en el tercer día de la misión que vimos al dragón.
Se movía como madera líquida, aún con su tamaño no molestaba la armonía del lugar, sin embargo se sentía su presencia como quien siente el frío o el calor. Era como el viento pero ningún árbol o planta se torcía con él, como si el dragón no estuviera del todo ahí.
Sus alas leñosas eran enormes, y parecían capaces no sólo de levantarlo en el aire, sino de desatar un huracán. Exudaba una especie de nobleza antigua, como si fuera una Majestad. Era, a mi humilde entender, la mezcla perfecta de naturaleza y maravilla; algo enorme, mágico e imposible.
Allí estábamos los que habíamos sobrevivido, tres guerreros hambrientos y un pobre jovencito. Ver un dragón es algo extraordinario e improbable. Verlo de cerca y sobrevivir es más difícil que ser coronado rey de las hadas y que no sea una trampa. Di la orden de tirar las armas al piso y continuar con cautela nuestro camino. Había que demostrar nuestra voluntad de paz, y ninguno quería enfurecerlo. Cuando pasamos delante de él, que estaba en la otra orilla, nada nos pasó. Éramos menos que una mosca frente a un león.
El riacho viró hacia la izquierda y en medio del camino un ser menudo nos cortaba el paso. No sería más alto que un niño pequeño, pero su cara angulosa y estirada como de cuero encerado y sus orejas puntiagudas demostraban que nada tenía de parecido a los humanos. Los ojos amarillos, como los de un gato, nos miraban fijos. Llamó mi atención que no tuviera dedos en sus pies descalzos y cuadrados.
Urligne, en un gesto para aliviar la tensión, le ofreció el laúd y le pidió si nos podía llevar ante su Reina. El duende nos condujo sin mirarnos ni una sola vez entre los árboles, mientras rasgaba las cuerdas del instrumento. Caminamos poco alejándonos del riacho; pronto llegamos a un gran árbol donde se encontraba la Reina Syldyhl y su corte. Mientras nos acercábamos en reverencia allí, la música del laúd fue en aumento y los soldados Urligne y Ferlet se fueron bailando, hechizados, por el duende. Quedábamos para llevar adelante la negociación y el regreso, el joven diplomático y éste humilde sargento.
No voy a describir a la Reina de las Hadas, ya que es sabido que intentar hacerlo trae mala suerte, sólo diré que es de una belleza que nunca vi en éste mundo. Perlin, quien debía hablar con las formas necesarias y usar los términos exactos para el pedido y la negociación hizo una gran reverencia y se dirigió a la Reina usando muchos títulos: “Reina del Pueblo Libre” “Buena y Gentil Señora” “Dama del Ocaso” “Belleza del bosque”, “Señora del Bosque de Thyrbwalah”. La Dama al oir este último levantó su mano dando por finalizada la etapa introductoria.
Acto seguido sacamos de las mochilas que nos quedaban lo que no habíamos perdido, cuentas de vidrio, oro y algunas joyas de poco valor. La Reina miró con atención las cosas brillantes y, creo, sonrió. Entonces Perlin empezó con formalidad a explicarle la terrible situación en la que se encontraban los reyes y el reino. Habló por varios minutos sobre el gran dolor de las majestades y la ciudad, y de la enorme generosidad por la que se conocía al Pueblo Libre; y de cómo sólo ella, la Gran Sabia Reina Syldyhl podía ayudarnos. El Hada nos preguntó qué le daríamos a cambio.
El negociador sacó de debajo de sus ropas un papel que contenía un Decreto Real en el que se le autorizaba a él a negociar con el Mando del Rey, cualquier tipo de cosa. El Hada, a quien hubo que leerle el decreto, hizo una pausa. Entonces hizo el pedido, quería todas las niñas menores de cuatro años y la mitad de los niños del reino. Es sabido que el Pueblo Libre es de poca descendencia y, en ocaciones, raptan niños humanos para criarlos como propios. Perlin, sin dudarlo, accedió.
Hay momentos en la guerra en donde algo se despierta en nosotros, un mecanismo necesario para así sobrevivir. Fue ésta la primera vez que me pasó estando en paz. Di muerte con mis manos a Perlin en el acto, quien quería vender a nuestros chicos y, de rodillas supliqué a la Reina cualquier otra cosa que no fuera entregárselos.
Syldyhl me miró como ninguna persona podría haberme mirado. Y me preguntó qué era lo que quería, qué cosa nos había llevado al corazón del Bosque de Thyrbwalah, perturbando su paz. Sabía que mucho más que mi vida estaba en juego. Y siendo un hombre de acción más que de palabras repetí la orden que nos diera el Visir antes de salir: “Pónganle fin al sufrimiento maldito de los reyes y la ciudad”, dije. La Reina Hada sonrió benevolente y me preguntó si yo hablaba con la voz del rey, por él y por su reino. Desesperado respondí que sí.
Syldyhl dijo que Thyrbwalah ya estaba yendo hacia allí para cumplir mi pedido. Supongo que era evidente mi desconcierto, ya que para todos el Bosque de Thyrbwalah era sólo un nombre y no la pertenencia de alguien; entonces me dijo que el Gran Thyrbwalah, nos ayudaría con nuestro pedido. Que el bosque era SU dominio, y ella sólo una habitante en él. Me instó a irme en paz, con la seguridad de que el Pueblo Libre y Thyrbwalah, en su enorme generosidad, cumplirían mi pedido.
Al salir vi a nuestros caballos recién desensillados, el sol estaba en la misma posición que recordaba haberlo visto por última vez. Ensillé mi montura, hice una reverencia y partí al galope hacia el palacio.
Lo que vi al llegar no puedo describirlo sin estremecerme. El castillo era casi polvo, las murallas habían sido destruidas. De las casas y construcciones de la ciudad no quedó siquiera un ladrillo sobre otro.
A lo lejos oí algunas risas, mas no gritos de dolor. Me recibieron los cádaveres sonrientes de incontables personas. Pero ningún niño. Una sombra apagó el sol unos minutos. Sus alas leñosas lo mantenían lejos y alto, mientras con calma volaba hacia su bosque.¨
Éste debería haber sido el informe entregado a algún superior de mi ejército, de haber quedado alguno vivo en la ciudad o las barracas. Es, en cambio, una alerta de lo que el Pueblo Libre puede hacer.
Es por ello que le pido Majestad, que nos ayude a los pocos sobrevivientes del Reino Vecino. Siempre nos hemos tratado con honradez y familiaridad de amigos. Nuestra situación es alarmante, por eso necesitamos comida y forraje y ladrillos.
El Pueblo Libre no quiere gobernar más allá de las lindes de su dominio. Y aquí necesitamos ayuda, ¡vaya que la necesitamos! Piense, además, que una vez repuestos nosotros podríamos ser sus súbditos. Anexar un antiguo reino como un protectorado, sólo aumentaría la gloria de su Casa. Y ni una sola gota de sangre debe caer, ni una unión entre nobles es necesaria.
Si quiere enviar un goberante interino o, mejor aún, un pequeño ejército, es más que bienvenido. Hablo por mi pueblo cuando le digo que ya estamos rendidos.
Pero por favor, envíenos ayuda, carne y semillas y avena y hierro. Mucho hierro.
Porque hay que mantener el bosque a raya, y se acerca la noche. Porque lo necesitamos para recuperar a nuestros hijos.
Dependemos de usted.
Suyo.