LA PROPOSICIÓN

Ignacio Porto
6 min readDec 6, 2019

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Odiaba su propia historia. No tanto lo que había hecho, sino lo que decían de él. Sí se había ido de joven a las montañas buscando algo, y sí había regresado con una espada. Y había habido un dragón involucrado. Pero no todo era como se creía. El tiempo y su silencio agrandaron las cosas.

Vivía en un bosque de pinos, pero todos lo conocían por otro nombre “El Valle del Ámbar”, un secreto bien guardado en donde la única aldea aislada lograba recolectar y comerciarlo. El negocio necesitaba de tres cosas: la aldea recolectando el ámbar de los árboles del Valle, un buen negociador con el exterior, y el secreto. Nadie fuera de allí debía saber lo que el bosque producía.

El Valle estaba protegido por las montañas y de tanto en tanto, antes de las avalanchas y las heladas, se podía ver entre las nubes lejos, o alto en el cielo, un dragón. No era que el ser mágico hiciera algo malo directamente a los aldeanos, pero su visión implicaba siempre una catástrofe que arrasaba con casi todo. La aldea venía sufriendo alúd tras alúd, y no sabían si podrían sobrevivir a una más. El alcalde, que era también el administrador del negocio, había muerto en la avalancha anterior.

Sin jefe y con la sombra del monstruo vista hacía muy poco tiempo todo el pueblo quiso huir, dejar todo así y partir. Ya bastante tenían con lo que habían hecho. “El que sabe cuando es suficiente, siempre termina satisfecho” decían algunos. Pero no todos, Alir un joven recolector pensaba distinto. Sabía, por lo que le habían contado, que su trabajo daba grandes frutos más allá de las montañas. También sabía que lo que él tenía no era suficiente para dejar de tener las manos duras y el cuerpo dolido de su labor.

Pero todo dependía del secreto, si alguien hablaba, pronto llegarían bandidos y ejércitos trayendo con ellos algo peor. Para Alir, imaginar una vida forzada a eso por otro más malo que enfrentar al dragón.

Y eso fue lo que dijo que haría. En la asamblea del pueblo hizo la propuesta. Él enfrentaría al monstruo y pondría fin a los aludes y heladas; a cambio sería alcalde de por vida y sólo se dedicaría a administrar. Los vecinos, que estaban asustados y cansados y no querían abandonar su vida, eligieron creerle aún cuando todo indicaba lo contrario.

Pidió seis días para recorrer la montaña, darle muerte y volver. Le dieron tres. No había estado en ella uno entero cuando el movimiento de una sombra lo asustó y casi cae al precipicio. Sus cosas no hicieron ruido cuando cayeron, nunca supo qué tan lejos estaba el suelo.

Se guareció de los vientos de la noche en una caverna que encontró. Hubiera huido despavorido con lo que vió, pero el frío mordía cada vez más y lo empujaba a la muerte. Y el cadáver congelado del trasgo era más repugnante que amenazador. A pesar de todo, el muerto tenía consigo una espada herrumbrada y tosca que de poco serviría para un combate real, mucho menos para matar al dragón. Pero era lo único que tenía, y la tomó. Alir no sabía nada de la vida más que recoger ámbar y trabajarlo, por eso esa noche durmió sin fuego. Su cobijo fueron sus dudas y miedos.

Siguió subiendo por algo parecido a un sendero, trepó en piedras que le entumecían los dedos, el frío ganaba en fuerza y a Alir le dolía respirar y moverse, fue ahí que cayó en la cuenta que no sabía dónde ni cómo encontrar al monstruo. ¡Qué tonto había sido! Pensar que podía dar caza y muerte, todo por su ambición. Miró el precipicio como una opción, y de un momento a otro el dragón sucedió.

Habló con la voz del trueno, directo al corazón. No fueron palabras, sino sentimientos. Y lo que Alir sintió fue la inmensidad de la tormenta y el viento; el frío de las montañas y sus altos picos, lo que pasaba en un acantilado cuando pasaba el viento. El dragón era una de esas cosas terribles y bellas e inescapables de la vida, como el amor y la muerte. Alas como nubes se movían con la seguridad de un hecho sucedido. Alir se sintió pequeño, mucho más aún por lo que era y lo que había ido a hacer.

Mientras el había ido en busca de algo que lo legitimara para gobernar a unas pocas de personas, el dragón le hablaba de las cosas eternas e inmensas del mundo. Se sintió mínimo y humillado, arrodillado pidió perdón. Por su ambición egoísta, por su búsqueda que allí le pareció vacía; y sobre todo por el inmenso terror, el dragón era una fuerza viva, algo potente y terrible, como un alúd de rayos y truenos.

Y así como había venido se marchó, dejando tras de sí un rayo de sol. Alir que lloraba no sabía si de temor o felicidad, agradeció estar vivo y en ese lugar. Volvió tiritando y medio perdido, pero los que lo vieron primero supieron que algo importante había sucedido.

Luego vino el nombramiento y los años tranquilos de la administración. Su panza creció, su determinación se ablandó en los calores de la vida de paz y autoridad. En su pueblo se conviritó en el líder indiscutido, y la espada oxidada en el símbolo mágico del poder. Mientras todo esto pasaba, Alir eligió el silencio. Ya no alcanzaba con mantener un secreto para proteger el negocio, ahora eran dos.

Comenzó con pequeños desprendimientos de roca, luego siguieron heladas que quemaron algunos árboles. Cuando empezó a temblar la tierra fue que el pueblo le exigió una solución. Algunos dijeron ver una sombra en el cielo, otros simplemente se sentían con el derecho del reclamo. Que usara la espada mágica y pusiera fin de una vez a eso, pidieron.

Partió como un héroe, con el temor de un ladrón. En la montaña lo sorprendió recordar todo, cada piedra, cada peñasco, cada cosa había permanecido congelada en su cabeza inmutable. La misma caverna lo acogió, y peores dudas y miedos lo arroparon.

Cerca de donde todo había sucedido lo vió, una especie de menhir o tocón. Algo que no había estado antes ahí. Algo sin aristas y romo, como hecho de roca y ámbar azul. Lo tocó y una escarcha lo entumeció.

Alir pensó qué podría ser: una ofrenda de los trasgos de las montañas, un totem de magia para el lugar. Era tan bello al mirarlo, sentía una especie de quietud apacible tan solo de verlo. Pero Alir sabía en verdad lo que era eso. Podía pensar teorías y darse otras explicaciones, pero en el fondo sólo podía ser una cosa. Un huevo. Uno de un ser gigante y terrible y hermoso. A fin de cuentas nadie nunca jamás iba allí; y los dragones, supuso, debían venir de algún lado. Un tenue brillo salía del huevo, una luz cálida crecía como prometiendo algo.

El hombre pensó qué podía hacer con eso. Podía destruirlo y mantener el secreto, continuar su vida de administrador. Podía matarlo y convertirse en héroe mientras vendía el cuerpo y la cáscara al mejor postor. Quizá, y esto era demasiado pero nada estaba fuera de las posibilidades, podía criarlo y usarlo de montura. Con los ojos del pensamiento se vió como un jinete dragón.

Mientras Alir pensaba en estas cosas, mientras ponderaba qué opción era la mejor, se oyó un trueno que fue una confirmación. Un hocico de piedra nevada se asomó y unas alas como de cristal se movieron. Lo inesperado podía ser bello.

Y antes de que Alir supiera qué iba a hacer, la decisión se tomó por él.

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Ignacio Porto
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Written by Ignacio Porto

Cuentacuentos. Guionista. Amante de las historietas.

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