ORFEBRE

Ignacio Porto
12 min readAug 22, 2019

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La tormenta de nieve arreciaba tapándolo todo. Un frío que, más que calar los huesos, helaba la sangre de aquellos que eran sorprendidos por ella. Dentro de la casa, crepitaba la madera al fuego entibiando el aire. Pasarían meses hasta que los habitantes del pueblo de Merbib pudieran salir de sus hogares al aire libre.

Nada tenía de especial esa aldea; algún juglar pretencioso diría que parecía una joya perlada en el valle. Pero a fuerza de verdad, Merbib era un amurallado asentamiento que tenía más de pueblo empobrecido que de gema del norte blanco.

Dentro de la casa el aroma de una comida muy especiada invadía la pequeña sala. En ella al calor de la lumbre estaban Endir y sus nietos, quienes habían venido de apuro con el otoño y pasarían con sus abuelos las próximas estaciones.

-Me aburro. -dijo Ema, a quien le costaba más haber dejado su ciudad que el frío mortal que los rodeaba.

-Ya jugamos todo lo que podíamos jugar, no nos quedan más cosas que hacer. -dijo Bastian con su voz de joven señorito.

-Entonces todo marcha bien. Aquí en Merbib, si se preparó todo debidamente, en el invierno no debería quedar nada más para hacer que comer, dormir y hablar. -dijo su abuelo Erdin, que todavía no se acostumbraba a la felicidad de tenerlos cerca.

-¡Eso es aburrido! Yo quiero salir y jugar en la nieve, y trepar a las montañas e ir a bailes con princesas y príncipes. -decía ensoñando Ema.

-Las montañas no se trepan, se escalan. Y ya tendrás todo el tiempo del mundo para recorrerlas. Cuando la noche de hielo termine en unos meses, podrán hacerlo todo, verlo todo. -el abuelo quería entusiasmarlos con la promesa de primavera.

-¡Es muy aburrido acá!-dijo bufando Ema.

-¿En serio? Se nota que no viste los caminos secretos ni la sorpresa oculta en las montañas.-dijo su abuelo Erdin sin mirarlos mientras acercaba las manos al calor del hogar.

-¿Cómo es eso?- dijo Bastian intrigado.

-Es una historia del abuelo, no es cierto.-Ema, usualmente, era más descreída que su hermano.

-¿Nunca se preguntaron porqué una aldea perdida en un valle gélido y lejano como ésta es mencionada siquiera por un juglar? Sin embargo hay canciones de Merbib y casi todas son de personas que no viven aquí. Es más, casi ninguno vino al pueblo a conocerlo.-Erdin lo dijo con la seguridad de quien dice una verdad que lo cambiará todo.

-Supongo que para atraer turistas.-Ema estaba poco convencida con su respuesta, pero su carácter le impedía renunciar a una discusión por más pequeña que fuera.

-Merbib es un pueblo pequeño en medio de un valle frío rodeado por montañas, como tantos otros valles hay en el mundo, y cuyos picos no producen ningún metal o mineral especial. No Ema, la razón por la que hay canciones de este pueblito alejado de todo es porque éste fue el lugar de nacimiento y de los primeros años de formación del Gran Maestro Forjador Orende.

-Eso ya nos lo había dicho madre. Pero nunca nos terminó de contar bien quién era él.-dijo Bastian.

-Entonces, como es la tradición del pueblo de Merbib, ésta será nuestra historia para llamar a la primavera. Les contaré todo tal como pasó y me lo dijeron — habló Erdin de una manera un poco ritual. Fuera el viento ululaba con fuerza, pero dentro de la casa, protegidos como en un cascarón, estaban abuelos y nietos.

-Se habla de que el único mérito del pueblo ha sido ser el lugar de nacimiento del Maestro Forjador Orende, que luego fue a las grandes ciudades a cambiar el mundo con sus obras.

Nadie viene al pueblo, porque no hay nada para ver. En medio de las montañas, es muy difícil llegar y ¿vieron a los gigantes de piedra que viven en los picos? Bueno, solían atacar la aldea de tanto en tanto, lo que quitaba la idea a cualquiera que todavía quisiera venir. Eso cambiaría con el nacimiento de él.- dijo el hombre mientras se acomodaba en el sillón para empezar el relato- Orende nació en una familia humilde, de muy pequeño demostró tener una habilidad especial con las manos, por ello lo mandaron a aprender con el herrero del pueblo. Dicen que lo hacía con velocidad de trueno, absorbiendo todo lo que su maestro le enseñaba. A los dos meses de estar allí logró hacer un cuchillo que no se desafilaba; antes del año hizo un candado que no necesitaba llave. No había cumplido los diez años y ya había superado al herrero. A los doce, ya siendo el señor de su propia forja, fue que inventó la aleación “orandio” aún más dura que el acero, pero hecha de metales vulgares, encontrados en cualquier lugar.

No es que Orende fuera sólo un forjador o artesano excelente, sino que insuflaba a lo que hacía una especie de magia; pero una distinta a la de los hechiceros de Torlhiber o Elibanthen. Él, más que hacer un hechizo, le urdía maravilla a las cosas que hacía.-contaba con ojos encendidos el abuelo.

-¿Y hacía juguetes? -preguntó interesado Bastian.

-¡Nunca hizo nada divertido!- dijo desde la cocina Ariala la abuela.

-A mí un cuchillo que no se desafila me parece divertido. -dijo Ema, sólo por llevar la contraria.

-Retomando la historia, la leyenda de Orende crecía, y pronto superó los límites del valle. Empezaron a venir mercaderes de países limítrofes, luego de lugares lejanos. Todos querían llevarse para comerciar alguna maravilla. El Joven Maestro los recibía tratando de parecer lo más adulto posible, era cómico porque recién le asomaba la sombra del bigote.

Empezaron a llegar también aprendices y herreros expertos que querían ser sus discípulos, pero él los rechazaba a todos. Siempre creímos en la aldea que su habilidad y conocimientos eran muchos, pero al ver las muestras de lo que traían traían los demás, y lo que hizo él después supimos que Orende, respecto de su Arte, lo sabía todo.

-¿Y qué fué lo que hizo?-Preguntaron los dos chicos a la vez.

El abuelo hizo una pausa dramática, afuera se escuchaba como el viento arrastraba la nieve por los aires, adueñándose del mundo. Tenues, se oía borbotear la olla con algo lento y delicioso. El mundo se movía, pero los nietos estaban quietos.

-Sucedió por la tarde, en ese momento únicode Merbib donde los naranjas del cielo se convierten en violetas tan despacio que uno no se da cuenta del cambio hasta que pasó. Una de esas tardes Orende salió de su forja transpirado, exhausto y con una expresión de triunfo en la cara. “¡Lo logré! ¡Lo hice!” decía eufórico.

-¿Qué es eufórico?- Lo interrumpió Ema.

-Es estar muy muy feliz. Fue en ese momento que terminó lo que sería la mayor obra de su vida, el Martillo Ulábico que detiene el tiempo. ¿Por cuánto lo hace? Nadie lo sabe, lo único que sabemos es que es tan poderoso que la vida, como la conocemos es lo que sucede entre los golpes del martillo. Un objeto tan fantástico que tuvo que guardarse en las bóvedas impenetrables de Erriolant.- Los ojos de los chicos estaban redondos como platos- Orende se había convertido en el herrero más grande de todos los tiempos. A partir de ese momento exigió, y lo hizo una sola vez y fue suficiente, que le dijerámos Orfebre. Ya que el arte de trabajar el hierro lo tenía tan dominado que pasó a otros materiales.

Merbib se convirtió, en los hechos, en una de las capitales del mundo. Con mareas infinitas de personas y seres que querían algo de allí. Hordas incesantes de aplicantes a aprendices, todo había cambiado. Sucedieron dos cosas; la primera fue que el Orfebre exigió, para mantener la paz del pueblo, que todos aquellos que quisieran entrevistarse con él lo hicieran sólo el día señalado, y que la espera fuera lejos de la ciudad. Así logró reestablecer un poco el orden de nuestra aldea.

Lo otro que pasó fue que tomó un aprendiz, algo que nunca había hecho antes ni después. Una jovencita del pueblo que demostró su talento llevándole un mago de hojalata del que salía agua fresca de su varita cuando se le daba cuerda, y una bailarina que bailaba y parecía flotar cuando sonaba música de piano.

Todas las mañanas la joven llegaba entraba en la forja, y salía por la noche. Ambos trabajando sin cesar en sus distintos proyectos. Los dos llevando más allá los límites de sus creaciones. El maestro hacía un molino que controlaba el viento; la aprendiz un pájaro metálico que volaba en ese viento cantando. Uno creaba una máquina de movimiento continuo, la otra una cinta que no tenía fin. Los dos se ponían a prueba desafiándose, mejorando cada vez.

Una mañana se oyeron en la aldea los sonidos atronadores de los gigantes de piedra. Eran cuatro grandes como los pinos más altos y bajaban furiosos a atacarnos. Maestro y alumna salieron al encuentro y entre vendavales fabricados los demoraron, y con la cinta irrompible los detuvieron. Juntos habían parado, casi sin esfuerzo, un ataque que hubiera sido devastador para el pueblo.

Poco después unos soldados del rey se acercaron a Orende, pidiéndole ayuda para salvar la frontera de un terrible invasor, el pueblo guerrero de Bak Asha. Le ofrecieron oro, y tierras y un título honorífico. El Orfebre que había nacido pobre y ya era rico más allá de cualquier comprensión del dinero accedió, quizá el título de Gran Maestro Forjador del Reino fue lo que lo sedujo. Aceptó sí, pero no se comprometió a servir sólo a uno.

A partir de allí se volcó en quehaceres más “prácticos” cuando en realidad lo que hizo fue crear armas. Al final había sucumbido a los pedidos suplicantes de los pueblos para que los ayudara con alguna genialidad para vencer al pueblo vecino y traidor, o alguna otra excusa que le dijeron y quiso creer. O a las amenazas vedadas de quienes le exigían su Arte.

Pretores, Cónsules y reyes venían a entrevistarse con él para pedirle un poco de su genio en la consrucción de algo para vencer a algún otro. Pero Orende no era tonto, hacía armas sí, y las cobraba a precios imposibles de comprender; tanto que era más barato y fácil conseguir un dragón y domesticarlo que comprarle algo al Forjador. Además siempre hacía un solo artículo. Una vez, recuerdo, creó una lanza que daba siempre en el blanco. Cuando el Primer Ciudadano de los Ir’I nad quiso encargarle tres mil, Orende le contestó algo que zanjó el pedido. Cada vez que hacía un artefacto de esa magnitud, algo en él se apagaba, haciéndole imposible repetirlo.

-¿Y era cierto?- Preguntó Bastian.

-Eso nadie lo sabe, Basti, pero jamás repitió un objeto en su vida.- dijo Ariala la abuela mientras servía en la mesa cazos de latón con guiso tibio y de un olor dulzón y picante. Mientras tomaban la sopa con las dos manos, sentían la calidez de la comida calentarles las manos y el cuerpo. Una suerte de paz satisfecha envolvió a todos, que comieron felices y en silencio.

Cuando hubieron terminado, los niños y Erdin volvieron junto al hogar y al fuego. La abuela mientras se sentó cerca del fuego y al círculo de cuentos, tejiendo con hilo de cobre algo que parecía un soquete.

-¿Dónde nos habíamos quedado? — preguntó el abuelo.

-El Orfebre dejó de lado el resto de sus obras y se dedicó de lleno a las maquinarias de la guerra; mientras su discípula construía castillos de cristal y nubes, cosas bellas que alegraban a quienes las veían. Lo que ella no sabía era que en todo ese tiempo algo había nacido en el pecho de su joven maestro. Orende, quien era reverenciado por magos y emperadores, estaba enamorado de una chica de pueblo.

El Orfebre se había acostumbrado a lograr lo que quería, bien con sus obras, o con el respeto que generaba en los demás. Por eso no lo tomó nada bien cuando ella le dijo que no.- habló el abuelo.

El silencio se cortó con el hipar de Ema que, sorprendida, no lo pudo contener. Los niños miraban a Erdin sin poder creerlo. Para ellos no era natural que de dos jóvenes que compartieran tantas cosas juntos pudiera nacer algo más que el trabajo. Sin embargo esperaban sedientos el resto de la historia.

-Fue menos de una semana de eso que Orende decidió partir, dijo que quería recorrer las grandes ciudades del mundo, nada más podían sacar de ese pueblo. La chica, que no quería renunciar a tener de maestro al mejor orfebre del mundo le pidió ir con él. Orende, le puso una condición. Tenía esa noche para crear un arma imposible, si estaba a la altura partiría con el llegada la mañana, sino se tenía que olvidar de ser una verdadera orfebre.

-¡Pero ella no hacía armas! -dijo indignado Bastian.

-Exacto Bastian. Pero Orende estaba despechado por eso puso una condición imposible de cumplir. -dijo la abuela mientras tejía con manos precisas.

-Llegó la mañana y ella presentó su creación. Una lanza, tan grácil era que parecía una pluma con la que escribir en el aire. Cuando el maestro le preguntó qué hacía, cuál efecto maravilloso y superador tenía, la chica le contestó que su capacidad era sumir en el sueño a quien la tocaba.

Orende le contestó que nunca pensó que un discípulo suyo pudiera llegar a tal nivel de fracaso, un arma que no servía para destruir al enemigo era inútil, igual que quien la hacía. Le dijo también que la destruyera, si eso era posible, o bien que la tirara en las montañas, para evitar la verguenza del error- el abuelo seguía contándoles la historia a sus nietos. Ellos estaban sorprendidos de que lo que parecía un lugar tan aburrido hubiera sido el tablero de un cuento así.

-¿Y qué pasó después?- Preguntó ansiosa Ema.

-El Maestro Forjador partió para nunca más regresar. Luego él se labró una fama sin par, y creó armas que cambiaron el curso de reinos enteros. No se si fué para bien o mal, pero casi todas desaparecieron en el Gran Fuego. Con la partida de Orende la ciudad perdió el poco atractivo que le quedaba, dejaron de venir comerciantes, soldados y asesinos a buscar alguna herramienta de trabajo. La mujer, a quien se le acercaron también personas peligrosas con ofertas de contratar sus habilidades de Maestra Orfebre, tuvo un accidente en las montañas y sus manos quedaron continuamente temblorosas. Así les dijo y les mostró a quienes vinieron a verla. Pronto todos abandonaron la aldea.

La partida del Forjador trajo otra consecuencia, los gigantes de piedra retomaron las incursiones montaña abajo. Cada vez más frecuentes y más cerca se los veía merodeando. El ataque era inminente. Se enviaron dos tropas de soldadesca a pararlos, pero ninguna regresó. Era cuestión de tiempo que arrasaran con la aldea.

Sucedió un atardecer. El suelo se estremeció y un ruido como una tormenta de truenos no cesaba de aturdir. Fue un pastor de cabras el primero en verlo; media montaña se había desprendido. Un derrumbe de tal magnitud terminaría con la vida de todos. El niño entró en pánico, pero cuando vió que lo que creía era un derrumbe tenía cara y cuerpo y caminaba hacia él, entró en pavor. Un gigante de piedra enfurecido corría directo a la aldea. No llegó a dar la voz de alarma, no hizo falta.

Ahora bien, se dicen muchas cosas de lo que pasó y cómo sucedió. Pero yo sé la verdadera. La joven salió al encuentro del coloso, saltando entre los troncos y rocas que caían, avanzaba mientras llevaba algo en una enorme manta.

Era imposible enfrentar algo de ese tamaño, algo que tenía tanto odio, una montaña móvil y viva. Ningún héroe hubiera podido matarlo. Pero ella no era un héroe, y no lo mató cuando le clavó la lanza en un pie y el monstruo cayó dormido.

Intenó quitarla pero unos pequeños temblores en el suelo le indicaron qué pasaría si lo hacía. Y es así que hasta el día de hoy la lanza está impasible y sola en un pico lejano sin que nadie la reclame. Cuando termine el tiempo de los hombres es probable que todas sus obras desaparezcan. Entonces, quizá, el elemental de la montaña vuelva.

Mientras espera dormido, cuando la lanza se mueve por el viento y el sueño del gigante se afina, es que sentimos los temblores en suelo. En muchas cosas ella superó a su maestro: hizo un arma única, venció a un enemigo imposible y no hubo sangre del enfrentamiento. -El abuelo hizo silencio.

-¿Y qué pasó después? ¿Y Orende? ¿y la chica? -los chicos atacaban en una tormenta de preguntas al abuelo que cansado y satisfecho se disponía a dormir.

-Ésta ha sido la historia para llamar a la primavera. Ahora a dormir. Mañana seguiremos con otras historias para pasar el invierno. El qué pasó, según es nuestra tradición será contado cuando la estación de las flores llegue. -dijo el abuelo y los besó.

El largo invierno sucedió entre historias y juegos. Los cuatro estrecharon vínculos al calor del fuego y el amor familiar, mentras la temporada de hielo pasaba.

Largos meses después, cuando el primer brote verde se vió salir entre la nieva abuelos y nietos salieron abrigados al aire libre. Los chicos jugaban con la nieve medio derretida, lo hicieron por horas. Hasta que Ema de súbito se acordó.

-¡Abuelo! Tenés que terminar la historia de Orende y de lo que pasó.

-Miren hacia allá. Si se esfuerzan pueden ver el brillo de la lanza clavada en el gigante.- dijo el abuelo mientras los acomodaba en la dirección correcta.

-No veo nada.-dijo señorialmente Bastian. Su abuela les acercó un catalejo.

-¡Allí está! ¡La veo! ¡La lanza!-dijeron felices los chicos entre vítores y gritos.

-¡Es hermosa! Con ese lazo al viento, es hermosa.- dijo Bastian emocionado.

-Me salió bien, sí. Pero a mí me gusta más como me quedaron la bailarina y el mago.

Fue como si les cayera un rayo, los dos miraron a su abuela. Ella sólo sonrió.

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Ignacio Porto
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Written by Ignacio Porto

Cuentacuentos. Guionista. Amante de las historietas.

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