PIRATA

Ignacio Porto
3 min readMar 5, 2019

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Siempre había querido ser pirata o timonel, o algo de eso. Cruzar el océano en un barco, sentir la inmensidad del mundo. Soñaba con las olas llevándolo al horizonte.

Pero la vida a Marcelo le jugó una de esas que no se hacen a los amigos. Miopía y vértigo le diagnosticaron. Casi no podía ver, además de que cada vez que se subía a un barco se mareaba tanto que no podía estar parado, ni siquiera en los de excursiones de río.

Nada de eso le importaba, él quería vivir embarcado, viajando por el mundo; aún sin conocer el océano. Marcelo nunca lo había visto. En el cine sí, en la tele; lo imaginaba, lo sentía, lo deseaba, pero nunca había podido ir.

Una vida humilde y de trabajo lo tuvo siempre en tierra firme. Él no se desesperaba, sabía que cuando la situación mejorara lo iba a hacer.

Era seguridad en una fábrica de plástico, hablaba con los operarios, a veces daba una mano y se llevaba unos pesos más. Tenía un gato, esos que tienen todos los galpones para las ratas, le llevaba algo de carne a escondidas, era su gato. Pero lo más importante en su vida era su esposa Irene.

Amigos del barrio Los Pinos, crecieron juntos y con la edad la amistad se convirtió en otra forma del amor. Él nunca había salido de La Matanza, pero era feliz.

Al cabo de unos años, la vida lo volvió a poner a prueba. La miopía devino cegera, no hubo operación que sirviera. Llantos, más de los demás que de él. Y médicos y más médicos. Y resignación, y voluntad y ganas.

En la fábrica lo pusieron de telefonista. Los días de inviermo se reía diciendo que adentro estaba más calentito.

En una rifa se ganó una semana con todo pago a San Bernardo. Irene le dijo de guardarla hasta el verano, pero él no podía esperar, ni siquiera en mayo.

Llegaron de madrugada y se fueron directo a la playa, no había nadie. El cielo estaba violáceo por el sol que prometía asomar.

Se sacaron la ropa, Irene le dió la mano y se metieron juntos, estaba helada y las olas lo levantaban al pasar, nadó y saltó y gritó de alegría. Tomó el agua salada y no le importó sentir la boca amarga, quería llevar una parte de todo de eso adentro. Marcelo no necesitaba ver el mundo para sentirlo, lo tenía con él.

Salieron tiritando, Irene se quejó del frío, una de esas quejas medio en broma medio en serio, que buscan más un mimo que una disculpa.

Se fueron al hotel a calentarse. Se bañaron, se durmieron y se amaron. Caminaron por la avenida principal vacía, compraron churros y se fueron a comerlos a la playa. El ruido de las olas era el latir de todo lo bueno del mundo.

Volvieron a Casanova con el ánimo renovado. Marcelo ya no tenía un velo negro delante de él, llevaba el azul en los ojos.

Meses después nació su hija en una salita de Castillo, esa que está frente a la plaza.

-Es tan linda, si la pudieras ver…

-Es hermosa, y la veo; la veo con esto. -dijo él y se dió dos golpecitos con el dedo en el pecho.

-Nunca hablamos del nombre.-dijo Irene.

-Se llama Marina.

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Written by Ignacio Porto

Cuentacuentos. Guionista. Amante de las historietas.

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