POR EL CAMINO
Arai se fue de su aldea porque tenía un deseo. No uno cualquiera, como quien desea un collar de cuentas de vidrio o una nueva montura, no. Lo que Arai deseaba nació de oír a los mercaderes que pasaban por su pueblo al hablar de las maravillas que estaban más allá del desierto y las montañas.
La villa era más bien un lugar de descanso en medio de una ruta comercial. Nadie paraba allí más que para refrescar su caballo y pasar la noche. Sin embargo, los viajantes contaban de sus travesías y los lugares vistos en la taberna mientras comían y bebían preparándose para el día siguiente. Y Arai, que trabajaba sirviendo las mesas recogía retazos de esas historias para luego, en la cama ya cansada, coserlas en su mente.
Todas las noches escuchaba historias que le hacían saltar el corazón: la del Gran Artesano y su corazón de artefacto, la de la Esfinge que guardaba el mayor tesoro; pero la que encendió algo en ella fue la de la Isla Afortunada. Según dijo un viajero, era una isla que flotaba alta en el cielo, llena de magia y prosperidad, entre músicas que brotaban de las mismas piedras.
Los meses pasaron pero ningún otro la volvió a mencionar, hasta que uno sí lo hizo. Arai no se pudo contener y le preguntó dónde las había visto. El hombre sonrió; y le dijo que no había estado allí y que no conocía a nadie tampoco, pero que por otro plato de caldo le podía contar todo lo que sabía.
Esa misma noche Arai se fue a dormir llena de ilusión y determinación. No era que hubiera decidido ir en busca de la Isla Afortunada, más bien era un sentimiento que como un rayo le cayó. TENÍA que verla, y eso fue todo.
Comenzó por hacer una lista de las cosas que necesitaría para el viaje: Botas, ropa de repuesto, cantimplora, mapas. Pero no era fácil hacerse con todo eso ya que ella apenas sobrevivía con su trabajo; y además al no haber negocios en su pueblo tenía que comprar todo a los viajantes a precio de oro.
Pero Arai estaba decidida y quería hacerlo bien, entonces se esmeró en su trabajo para tener más propinas, empezó a cobrar los remiendos a las ropas de los huéspedes, poco a poco iba juntando el dinero para comprar lo que necesitaría.
Pasó así tres años, trabajando duro y privándose hasta de las cosas más nimias con tal de poder hacerse más tarde con los elementos para el viaje, que fue cuando vió a una peregrina descalza entrar a la taberna que su mundo cambió. La mujer pedía una cama y algo que comer, pero no tenía dinero para pagar. Esto chocó a Arai; no su falta de solvencia, sino ver a la mujer que había llegado a pie hasta allí, en medio de la nada, sin nada más que ella misma.
La mujer se sentó tranquila. Arai curiosa, ni siquiera la saludó, y le preguntó. La peregrina le contestó.
-Yo no sabía qué hacer ni cómo viajar, pero sabía que tenía que ir al Templo Árbol a cumplir mi propósito, y me fuí. El camino provee, y el espíritu empuja.- dijo la mujer.
Arai le dió un plato de sopa a escondidas, y le dejó pasar la noche en su cama. Ella dormiría en el piso. El suelo olía a madera y tierra seca, el aire dulzón de la cocina subía por las rendijas del tablado. La moza no podía dormirse por el eco de lo que la mujer la dijo.
Sus preparativos se habían puesto en el medio de su objetivo. Se dió cuenta que eran excusas para seguir demorando su sueño, por eso sin más a la mañana siguiente partió. Entendió, mientras iba a lomos de un mal burro, que podría haber encontrado un modo mejor, pero lo que tenía que hacer era irse, y lo había hecho.
No sabía bien dónde encontraría la isla que volaba pero, cuando no se sabe bien por dónde empezar, cualquier camino es igual de bueno que otro. Por lo que deambuló sin rumbo fijo más que el de aprender del viaje en sí.
Viajó sin contar los días, siguiendo la ruta de la primavera, buscando el calor natural como cobijo. Conoció en carne propia la solidaridad y la traición, aún en las mismas personas. Pero lejos de dolerle, toda esa experiencia la alimentaba para seguir su camino sin rumbo.
El bosque estaba allí quieto, ningún sonido se filtraba de allí. Era como si un manto lo cubriera, quizá fuera la somnoliencia y el rocío de antes del alba, pensó Arai. Ningún camino entraba en él; la masa de árboles se extendía a los costados mucho más de lo que ella podía ver. Podía rodearlo y seguir en el camino, o meterse sola a lo desconocido.
No es que sintiera miedo, más que aprensión. Imaginó los peligros que podía encontrarse: arañas gigantes y hadas malvadas. Pero quería ver hadas, a pesar de todos, y quizá conociera algo que la acercara a la isla.
Mientras Arai pensaba, los árboles grises, marrones y plateados se movían gustosos con el viento. Intuyó que la única manera de conocer algo de valor era entrando a ese bosque sin ningún mapa. Tenía dudas, pero recordó “que el camino provee, y el espíritu empuja.” y no necesitó más.
Dentro el aire era tibio y una paz satisfecha reinaba en el lugar; se veían las sombras de animlaes moverse a lo lejos entre los árboles, mientras el sol se filtraba en parches de luz irregulares. Arai caminó tranquila, llenándose de todo eso. Los árboles, al tacto eran frescos, como un cazo de agua cuando se tiene sed, pensó.
Eligió perderse a sí misma allí dentro, sentía una calma que le venía de dentro sólo por estar ahí. Pronto las sombras empezaron a tomar formas imaginadas, como profecías o sueños; Arai deambulaba entregada al momento.
Cuando tuvo hambre se alimentó de unas pequeñas bayas rojas brillantes, aceradas. No tenían mucha carne, pero era fibrosa y ácida y la despertaban la lengua dándole ganas de tener conversaciones en las que ella, por primera vez, fuera el centro de atención. Luego tuvo sed y buscó agua. Encontró, sin ningún esfuerzo, un arroyo pequeño y silencioso. Bebió de él sin reparos.
El arroyo debía venir, por fuerza, del deshielo o de un lago; y quiso ver eso. Comenzó a caminar arroyo arriba. A medida que avanzaba una niebla fresca subía del piso, y la luz si bien era más abundante, parecía a la vez más mortecina.
Caminó sin cansarse. Parecía no sentir cansancio en ese bosque, pero eso no le llamó la atención, le pareció natural como ver salir el sol, o volar a los patos altos en el cielo. Poco a poco la vegetación se fue haciendo más pequeña, de árboles a arbustos. Y lo vió. El lago como un ojo cristalino y quieto. Y en él algo totalmente impensado, una estatua al revés.
Arai miró maravillada y feliz a dónde había llegado, las aguas se movían satisfechas y ondulantes, algún aleta de pez se dejaba ver casi un segundo para desaparecer. El aire era más frío allí, pero era bueno porque, sintió ella que le aclaraba el pensamiento. Miró en derredor los límites del lago cubiertos por plantas y árboles que nunca había visto antes. También es cierto que su “antes” era muy poco en comparación a su vida. Se deleitó en la naturaleza que la rodeaba y del acto de vivirla de cerca.
Cuando hubo terminado de inundarse de todo eso dirigió su atención a la estatua que, en medio del ojo de agua, estaba allí.
¿Cómo había llegado hasta allí? No había visto ningún rastro de construcciones ni de civilización alguna. ¿Quién la había hecho? Y ¿porqué estaba allí, dada vuelta para colmo?
Arai suponía que era parte del misterio que envolvía al bosque, pero tener un elemnto tan distinto, tan disruptivo le hacía ruido.
Se acercó lo más que pudo, hasta se subió a una piedra para verla mejor. Quizá se trate de un homenaje a un héroe olvidado o infame, o a algún dios benveolente pero incumplidor.
Era la primera vez en su vida que Arai tenía contacto, de primera mano, con el registro de algo que podría haber oído en la posada; la prueba de que en el mundo había gentes grandes de espirítu y corazón. Se conmovió con las historias que ella misma imaginó para esos dos pies de mármol que salían del agua. Veía el limo que, con el paso lento de las plantas, crecía alló donde daba el sol.
Miró la estatua invertida por algo parecido a las horas, y antes de partir llegó a una conclusión que nadie en su pueblo le había dicho siquiera. “No importa cuán grande seas; cuando caes, sólo se te ven los pies”.