Rey Dios
Ilustración Diego Paredes
Imaginó que sería un golpe seco, pero el otro cayó como un árbol talado y al caer rebotó; lejos del Rey-Dios que tantos habían venerado.
Pero el vencido había acusado cansancio desde el principio. Las delicias de la victoria lo habían ablandado. Y el que fuera el Rey-Dios lo pagó muriendo.
¿Quién hubiera pensando en vencerlo? Nada de eso importaba ahora. La victoria y su hija, la gloria, eran suyas.
Escuchó el bramido que venía de las gradas; el público lo vitoreaba a él con su nuevo nombre. Sintió el olor de su propio sudor, hedía a miedo y triunfo. El cuerpo, relajado, se le acalambró. Pero no quería irse. Ahora no.
Años mirando al Rey-Dios morir y nacer en ese campo. Y ahora era él. Levantó el puño sangrante y el clamor lo ensordeció, sus súbditos le rendían tributo.
Se llenaría la panza de carne y vino y dormiría entre sedas y cuerpos tibios y dispuestos. Tenía una noche eterna por delante. A medida que hartaba sus hambres, el cansancio y la saciedad lo fueron envolviendo. Dormiría horas, nadie se atrevería a interrumpirle el descanso. Se sintió pesado y duro, se miró el abdomen inflado con satisfacción. Ésto era la victoria.
Se despertó embotado, lo urgieron a prepararse para el combate de la tarde. El Rey-Dios no descansaba ni moría, sólo cambiaba de cuerpo.
Pero él no se sentía nada divino. No podía dolerle la panza y la cabeza así a ningún dios. Esa noche le costó matar al retador, estaba lento, pero no había perdido el vigor.
Le volvieron a ofrecer carnes y cuerpos para festejar. El Rey-Dios los declinó a todos. Había comprendido que cada noche tendría que elegir entre disfrutar las delicias que traía la gloria, o mantenerse vivo. Comió frugalmente y se acostó temprano. El Rey-Dios se durmió pensando que la victoria tenía un precio muy alto.