REY MERCADER

Ignacio Porto
11 min readJul 31, 2019

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Nadie se comparaba con el rey de los mercaderes. Yirat había empezado su vida como cualquier habitante de la ciudad de Avis, pobre, paupérrimo sería más exacto. Comenzó vendiendo unos pocos dátiles robados, con el tiempo se convirtió en el hombre más rico de la región; más aún, se decía, que el Sultán. Yirat era el más hábil haciendo negocios, cerrando acuerdos, cobrando comisiones. Todo lograba hacerlo florecer dándole más riqueza. Se decía también que su fortuna era tal que si se ponía toda junta en el río, no habría agua sólo oro.

Sus colegas mercaderes lo odiaban, pero surgía más de la envidia que de una injusticia recibida. Llegado el caso, sus competidores no hablaban mal suyo, salvo para mofarse de su soberbia. Yirat alardeaba a lo grande de su fortuna: con los otros colegas, con los soldados, con todo el mundo. Se dice que una vez lo hizo con una de las esposas del Sultán y ésta con una sonrisa no se lo negó; mas no con el pueblo llano o los esclavos. Al pasar a través de la ciudad en su palanquín, el Mercader hacía gala de su dinero, tirando monedas y panes a la gente que lo veía. “Difruten un poco de la riqueza de Yirat” decía. El vulgo lo amaba, y los políticos de la ciudad engordaban sus bolsas con el oro.

Tocando los cincuenta años, empezó a ir cada vez más seguido a ver su fortuna, contemplando las riquezas en tapices y especias, en joyas y estatuas de marfil y ébano. Su concubina preferida, Yazzana, empezó a notarle algo extraño en los ojos, ana intensidad los había invadido. Yirat poco a poco se hizo más consciente de su dinero, y si bien no se despertó en él la avaricia desmedida, sí nació un temor a perderlo.

Esto empeoró cuando en una de sus fiestas escuchó la historia de Atmir, el príncipe de los ladrones. Aquél que con su banda de forajidos había vaciado las arcas doradas de varios Pashá, dejándolos sin nada. Según otra historia Atmir había logrado encontrar y robar la fortaleza oculta de Alamut. Y una más decía que podía hacer todo esto ya que pudo salir vivo, y con algo mágico, de la Caverna de las Maravillas. Nada parecía imposible, ni a resguardo, para el rufián.

En ese momento fue que Yirat tomó su decisión. Se ocultaría con su fortuna en un lugar secreto e inexpugnable para que nadie pudiera robarle aquello que era por justicia suyo.

Comenzó a planear la mejor manera de irse con su fortuna una que, a pesar de las exageraciones, era muchas veces más grande que cualquier otra conocida. El Mercader empezó a preguntarse a sí mismo la posibilidad de mover tamaña cantidad de cosas. Además tenía que irse a un lugar desconocido para que no pudieran encontrarlo, no sólo ese ladronzuelo, sino otros innumerables criminales ávidos de lo suyo.

Estuvo meses pensando lo que necesitaría hacer: elefantes para mover las riquezas, hombres que atendieran a las bestias, comida para dichos hombres y animales. Luego entendió que si se iba a ocultar, para que el escondite fuera verdaderamente seguro no debía volver a salir nadie; a fin de no revelar la ubicación. Por lo que debería llevar no sólo grandes cantidades de comida, sino grano y animales para cultivar y reproducir.

Los hombres no podían estar solos ya que, bien sabía él, las mujeres moderaban el ánimo de éstos haciendo la convivencia más apacible. Eso era el doble de todo lo anterior para sobrevivir. De seguro de esos encuentros nacería algún que otro niño también. Había que preverlo todo.

Necesitaría agua dulce y vino para la vida, y música para que se pudieran divertir. Al fin y al cabo, tanto le había costado ganar su fortuna que quería disfrutarla en alegría y no en el silencio de los secretos. Entonces buscó músicos, artistas y cuentacuentos para que la nueva vida fuera más ligera.

Para mejorar su seguridad, sumó a su guardia personal un pequeño ejército que accedió a vivir en ese lugar impreciso y mágico que el Mercader les prometió. Trajo a granjeros y herreros, modistos, médicos, arquitectos. Lo que empezó por un apremio por perderlo todo, se convirtió en una ciudad mudada. La Gran Obra de Yirat, era un secreto que nadie más debía conocer.

Envió a hombres expertos en los caminos a buscarle el lugar necesario para mudarse y esconderse. El pago, más allá del dinero, sería sumarse de una vez y para siempre en la Ciudad Oculta. En la que, según Yirat, nadie más debería preocuparse por la falta de nada. Hábilmente, como el gran vendedor que era, el Mercader cambió las promesas de pago en oro, por la seguridad de la vida en abundancia alejados de todo.

Pasaban los años y uno regresó con la ubicación perfecta; había montaña, una perdida en una cadena montañosa en medio del desierto. Con infinitas cuevas para perderse pero, según decía, había una lo suficientemente grande para ocultar todo lo que Yirat necesitaba.

Dispuso, entonces, que fueran los constructores a preparar las casas, y los granjeros a preparar el terreno, en menos de un año, quería estar allí.

Pero aún así temía por su tesoro, y quiso guardarlo. El secreto del paradero no bastaba para protegerse, se tapó de ardides y pistas equivocadas. Probó con trampas mortales, engaños, desvíos, con todo; pero seguía sin sentirse seguro. Sin embargo mientras planeaba su partida, la intranquilidad crecía. ¿Y si alguien lo encontraba? Con él iban guerreros y él mismo sabía empuñar con destreza la cimitarra, pero no existía fuerza que pudiera parar un ejército a las puertas de su escondite. Recurrió a expertos, magos, hechiceros. Y ninguno pudo darle esa respuesta.

Unos alquimistas cobraron una pequeña fortuna por darle el agua de vida. Así permanecería sin envejecer por siempre en su corte, lleno de fiestas y risas. Una tarde, mientras el sol perdía su intensidad una maga lo visitó. Ésta parecía estar hecha de corteza de árbol, sus dedos largos eran ramas delagadas que se movían con la parsimonia de las cosas sabias.

-Buenas tardes Yirat, Príncipe de los Mercaderes.-dijo la mujer sin inclinarse en un saludo.

-Bienvenida mujer. Pero debo corregirte, soy el Rey de mi gremio.- dijo orgulloso él.

-Eso es cierto, pero los reyes son usualmente viejos, mientras que los príncipes son siempre jóvenes y bellos. Y con el agua de vitalidad con la que te hiciste serás mozo un buen tiempo. -el hombre al escuchar eso se sorprendió.

-¿Cómo sabes?

-Reconozco el aura que rodea a alguien que bebe de la juventud. Es una de las cosas que aprendí en Elibanthen.- dijo la mujer.

-¿La ciudad de los magos? ¿Eres de allí?- La mujer por toda respuesta mostró el símbolo indudable que tenían los miembros de la Ciudad Dorada.

-Escuché que planeas un viaje y quieres dejar tu riqueza a buen recaudo.

-Buenos son los oídos de los magos. ¿Y si fuera eso cierto, qué?- preguntó molesto Yirat.

-Pues que si tu fortuna es la mitad de lo que se dice que es, necesitarás un montaña para esconderla, y ni eso será suficiente para ponerla a resguardo.

-Te escucho, mujer.-dijo lacónico el mercader.

-Necesitarás guardar tu increíble tesoro, y tengo el animal justo para tal tarea.

-¿Me quieres vender un dragón?

-Los dragones son enormes, y no pueden ser domesticados. No Yirat, la solución que te traigo es mucho mejor, y más pequeña. -los ojos de la maga brillaron y su sonrisa fue algo entre la malicia y lo sabio.

-¿Y qué, sino un dragón, será capaz de guardar mi fortuna?

-Una esfinge.

-¿Qué?- dijo incrédulo el mercader.

-Las efinges, noble Yirat, tienen características especiales: son feroces guardianas de lugares sagrados o tesoros, con fuerza y hechizos protegen aquello que nacieron para cuidar. No sólo sus garras de león son peligrosas, ni su fuerza y rapidez sin par, sino que además están llenas de magia y no pueden ser heridas. Su tamaño es relativo, pero siempre grande. En general son grandes como elefantes o leones algunas, las menos, son grandes como palacios enteros. Pero todas son terribles. Además son inteligentes, y tienen una pregunta, un enigma que usan como clave para dejar pasar a quien lo sepa. Y errar tiene el más alto precio.

-Y me vas a decir que tienes una Esfinge grande como una casa en tus bolsillos.-dijo incrédulo el hombre.

-Sí y no. Tengo algo mejor que una esfinge gigante. -dijo y debajo de su capa sacó algo que parecía un gato.

-Jajajaja ¡No necesito cazar ratas! ¡Necesito guardar un tesoro!

-Lo que necesitas, hombre de negocios, es protegerte a tí y a tu oro. Y ésto no es un gato. Es una Esfinge creada y domesticada en Elibanthen. Una surgida de mis precisos experimentos. ¿Querías una solución? Aquí la tienes.-dijo muy seria la maga.

-Tú misma dijiste que las esfinges eran gigantes y feroces ésta, si es lo que dices que es, está muy lejos de ello. -dijo el hombre cuidando sus palabras. Mientras, la esfinge parecía un gato con alas, y su color azul y tamaño reducido contradecía todo aquello que Yirat había oído alguna vez sobre ellas. Los ojos, lejos de ser los de una bestia, estaban cargados de inteligencia y miraban al mercader como quien mira a algo por debajo su dignidad pero está obligado a tratar.

-Ésta esfinge es tan verdadera como todas las otras, pero mejor. La creé en mi tiempo en la ciudad de los magos. Es el resultado de años de estudio. Su tamaño es el resultado de nacer en cautiverio. Pero no te confundas, si creías que las esfinges comunes eran terribles, ésta es aún peor.-dijo la maga mientras acariciaba su creación, que suspiró.

-No creo, y lo digo con sumo respeto sabia de Elibanthen, que ésa maravilla pueda detener llegado el caso si estuvieran a mi puerta, a un ejército entero.

-Comprendo tu aprensión Yirat del desierto, pero lo que diferencia de las otras es que ésta ha sido criada por una maga, no el la libertad de lo salvaje. Creció al amparo de la magia y palabras sabias. Las esfinges son las dueñas de los enigmas. Ésta lo es de las paradojas y los misterios.

-¿Y qué tiene que ver eso?- El mercader no entendía.

-Los misterios no tienen respuesta. No habrá palabra de paso o clave que logre abrir tu puerta cuando te encierres tras ella. Más aún, con la magia de la que está hecha, su paradoja es eterna. -la satisfacción de la mujer se notaba en su cuerpo.

-Hablemos de precio.-dijo serio el mercader.

-Antes quiero terminar de comprender tu necesidad.-dijo la maga.

Hablaron unas horas más, Yirat le explicó su Gran Obra, sus ideas e intenciones, pero no le dijo el lugar. La maga escuchó atenta como haciendo cálculos en el aire. Cuando el mercader terminó ella habló.

-Pero hay algo de tu gran plan que no has contemplado. La inmortalidad es mucho tiempo, y puede que alguien de tu ciudad oculta sienta en algún momento la necesidad de volver. Aún a un mundo que para ese entonces le será ajeno. Lo que no calculaste, Yirat, es que no sólo necesitarás guardar la entrada de intrusos, sino la salida de prófugos.

-¿Tienes otra?-preguntó sin poder ocultar su ansiedad.

-Así es.-dijo la mujer. En ese momento el hombre se levantó y trajo un cofre. Lo abrió, estaba lleno de diamantes.

-Llévatelo todo.-dijo sin mirar.

-Quienes somos ciudadanos de la Ciudad Dorada, tenemos como máximo valor la justicia. No puedo cobrarme lo que me ofreces. El precio es otro.

-No importa Sabia Maga, puedes quedarte con lo que sobra, tengo diamantes de sobra. Con ésta fortuna podrías comprarte un palacio de oro puro.

-Pero con ese dinero tu no podrías comprar otra esfinge en ningún lado. Dos tercios.-la respuesta de la mujer fue un relámpago.

-¿De qué?

-De todo.-la mujer sonrió.

Yirat a nadie le dijo dónde iba, y fué súbito cuando desapareció. Toda la gente, los animales, los granos, el ganado, los elefantes, la fortuna; todo aquello que era desde ese momento y para siempre la Gran Obra de Yirat se fue con él una noche fresca, sin que nadie, ni siquiera los mismos mudados, supieran a dónde.

Antes de cerrar las puertas de la caverna por última vez se dispusieron las trampas mortales, se enviaron mensajes falsos y confusos, mientras tanto los mudados preparaban lo que sería su nuevo hogar.

Yirat tenía dos canastos, con solemnidad de uno sacó la esfinge y la dejó guardando el lado exterior de la puerta. El ruido al cerrarse fue categórico. Del otro canasto sacó una segunda esfinge y la puso en custodia.

Luego vinieron los trabajos necesarios para comvertir lo que al principio era un campamento en una ciudad digna de ser vivida. No tardaron mucho en conseguirlo. Después vinieron las fiestas y la abundancia para todos, la música y las risas, los amores, los poemas, los sueños. Todos agradecían al ahora Rey Yirat por haberlos salvado de un mundo de hambre y sufrimiento. En la Ciudad Oculta no había castas, todos eran iguales, salvo él. Que construyó la maquinaria justa para sentarse siempre en la cúspide.

El tiempo pasó y el agua de vida se agotó, sólo quedaban las raciones para que tomara quien fuera mercader. Poco a poco algunos empezaron a extrañar el sol, otros enfermaron y murieron. Empezó a suceder cada vez más seguido que se daban riñas a muerte, surgidas más del aburrimiento que del odio. Yirat veía lo que pasaba en su ciudad pero se negaba a entenderlo. Elegía perderse entre mujeres y vino, y reír y repartir aquello que cada vez tenía menos valor.

El tiempo pasó, aún allí donde tenía prohibido entrar. Y la Ciudad Oculta fue perdiendo a sus pobladores, más por la melancolía que otra causa. La música ya no sonaba en la caverna, no se oían las risas perdidas de las personas con las barrigas repletas de comida y satisfacción. Lo que fuera una fiesta interminable se acabó cuando el último súbdito murió.

Yirat quedó inmortalmente solo. Ni los libros que llevaron podía leerlos para pasar el tiempo, ni le importaba hacerlo. El silencio se impuso como una niebla densa. El tiempo entró en su peor versión, la de suceder con la cadencia del tedio.

En una ciudad sola Yirat tomó su segunda decisión. Se iría de allí, ya nada lo ataba, ni siquiera su tesoro. Que fuera de quien lo encontrase, pensó. Que su nombre y su historia quedaran entre los cuentos de Sherezade, para engrandecer su gloria. Una vez fuera construiría otra vez una vida en torno a su profesión.

Tomó lo que supuso le sería necesario para el viaje de regreso. Ignoraba, y eso le daba más ánimos, qué mundo lo esperaba del otro lado. No sabía cuánto tiempo había pasado, no le importó.

Recorrió solo las calles quietas, mientras hacía un mohín por el hedor. Llegó a la puerta. Allí estaba, como desde el primer día, la esfinge.

Acostada parecía dormitar, hasta que el mercader se aceró un paso. En un solo movimiento se paró enfrentándolo. Los ojos y la expresión de la guardiana eran serenos. Yirat habló. Le explicó de cuál había sido su sueño, de lo que le costó llevarlo a cabo, y de como verlo fracasar le rompió el corazón. Lloró por primera vez desde que había entrado en la caverna. La esfinge permaneció inmutable. Yirat continuó hablándole de cómo la ciudad se pudría en los cadáveres y el grano se echaba a perder, le dijo que de esa manera ni él ni ella podría sobrevivir mucho más en ese lugar.

El mercader estaba haciendo uso de todo lo que había aprendido como vendedor y comerciante, como hombre de negocios; todos los recursos, todos los ardides, las tretas, todo lo que sabía lo usaba para convencer a la esfinge de que lo dejara pasar. La bestia no le dio con ningún gesto el librepaso.

El mercader se dió la vuelta para regresar a su palacio muerto, a esperar algo que jamás le llegaría, a lo lejos se veían las casas sin luz, las copas vacías. Como un rayo fue su desesperación, giró en un solo movimiento con la cimitarra en la mano, para matar al ser criado por los magos.

La esfinge lo miró y dijo una sola palabra que era un laberinto.

Luego, otra vez, silencio.

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Ignacio Porto
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Written by Ignacio Porto

Cuentacuentos. Guionista. Amante de las historietas.

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